Hay algo más escandaloso que un cura sin sotana: un cura que se mezcla, que escucha, que abraza sin juzgar. Un sacerdote que, con camisa de cuadros y vaqueros, se sienta al borde del camino y dice: “Estoy contigo”. No es moda, no es rebeldía. Es Evangelio. Es pastoral auténtica.
Y si la voz del Papa no alcanza para sacudirnos, tal vez es porque no queremos oír el clamor silencioso del pueblo que ya no se acerca, no porque rechace a Dios, sino porque teme al juicio que a veces viste de clergyman.
No hay atuendo más lejano al Evangelio que el que impone distancia. Cuando una madre soltera se acerca a la parroquia con su hijo en brazos y le cierran la puerta “porque no está casada”, no es Dios quien la rechaza. Es una sotana mal entendida. Una identidad que, en lugar de ser puente, se convierte en aduana.
El Papa lo dijo con claridad evangélica: “Con esta actitud creamos un octavo sacramento: ¡el sacramento de la aduana pastoral!”
¿Queremos ser funcionarios o pastores? ¿Representantes del Reino o guardianes del templo?
Cristo no necesitó uniforme. Su autoridad nacía del amor, no de la vestimenta. Caminaba con los suyos, comía con los impuros, se dejaba tocar por los excluidos. No parecía diferente. Era diferente. Y eso bastaba.
Hoy, en pleno siglo XXI, un sacerdote que viste de paisano no se disfraza: se encarna. Desarma prejuicios. Acorta distancias. Permite que lo vean como lo que es: un hombre de Dios entre los hombres, no por encima de ellos. Camisa sencilla, jeans gastados, mirada limpia. ¿Eso resta? No. Humaniza. Y en la era del desencanto religioso, solo lo humano toca el alma.
No se trata de abolir el signo clerical, sino de saber cuándo ayuda… y cuándo estorba. Hay contextos donde el alzacuello es señal de acogida, pero muchos otros —demasiados ya— donde despierta resistencia, desconfianza o dolor. El abuso, el poder mal usado, la frialdad institucional han dejado heridas reales. ¿Qué testimonio damos si insistimos en vestir el símbolo antes que sanar el alma?
Ser pastor hoy exige renuncias. Y quizá una de las más valientes sea esta: dejar de parecer sacerdote para serlo más que nunca.
Los jóvenes no huyen de Dios. Huyen de lo que creen que representa a Dios. Por eso urge que el cura vuelva a parecer humano. Que ría, que llore, que escuche música, que tome una cerveza con amigos, que salga al cine, que sea compañero antes que predicador.
El Papa no está llamando a que los curas se mundanicen, sino a que se encarnen: “Necesitamos santos sociables, abiertos, normales, amigos, alegres, compañeros.”
¿Dónde están esos santos si cada vez más sacerdotes parecen funcionarios? ¿Cómo alcanzaremos a los alejados si no bajamos del estrado y nos sentamos en su mesa?
Vestirte de paisano no es una renuncia al ministerio. Es una forma radical de ejercerlo. Es decirle al mundo: “No vengo a imponer, vengo a compartir. No estoy por encima, estoy contigo.” Esa es la teología del vaquero y la camisa de cuadros. Esa es la sotana invisible que mejor representa a Cristo.
Hoy más que nunca, el pueblo necesita pastores que caminen con él, no que lo esperen en la sacristía. Testigos, no gerentes. Hombres de Dios con los pies en la calle, no solo en el presbiterio. Y si eso significa dejar la sotana por una camiseta, bendito sea.
Porque el verdadero hábito del sacerdote es la misericordia. Y eso se nota más en el corazón que en la ropa.
Así que, hermano sacerdote: si vestir como Cristo significa pasar por uno más, ¿no es eso lo que siempre deseaste ser? ¿A qué tienes miedo? ¿A parecer demasiado humano? ¿A perder la autoridad que te da un trozo de tela? ¿O acaso temes que, al quitarte la sotana, también tengas que despojarte de las seguridades que ya no te dejan servir?
Haz la prueba. Sal a la calle sin uniforme. Mira a los ojos al pobre, al alejado, al joven desencantado. Descubrirás que no te piden sotana. Te piden corazón.
Hoy, el mundo no necesita más símbolos vacíos. Necesita pastores creíbles. Y la credibilidad se gana con cercanía, no con distinción.
Jesús ya caminó este camino. Lo hizo sin túnicas llamativas, sin privilegios. Lo hizo con polvo en los pies, pan en las manos y fuego en la voz.
Un gran ejemplo de cómo los sacerdotes se acercan a los jóvenes y a las personas alejadas de la Iglesia es el padre Gilles Rousselet, conocido como «el cura de la autocaravana». Este sacerdote recorre semanalmente los pueblos de su parroquia en el centro de Francia, acercándose a los fieles a través de visitas, acompañando a los hogares y escuchando a aquellos que se sienten olvidados. Su estilo es un testimonio vivo de la Iglesia en movimiento, que está allí donde se necesita, y no se encierra en el templo. Rousselet y su equipo buscan dar presencia a Dios allí donde más se necesita, en las periferias de la sociedad, mostrando que el sacerdocio no se trata de vestimentas, sino de estar cerca de las personas. Como él mismo ha expresado, el Papa Francisco lo alentó a ser un sacerdote «en el mundo», no un funcionario lejano.
De manera similar, el obispo Étienne Guillet, conocido por su trabajo con feriantes y personas del circo, también ha apostado por un sacerdocio cercano y abierto, siguiendo los pasos de Cristo al abrazar las periferias. Estos sacerdotes y obispos no tienen miedo de vestir como las personas comunes, sino que entienden que su misión es ser parte de la vida diaria de los demás.
Estos ejemplos son la evidencia de que el camino hacia una evangelización eficaz hoy en día es uno de cercanía y humanidad. Necesitamos sacerdotes que no tengan miedo de salir a la calle, caminar con las personas, y mostrar que la fe se vive más en la relación que en la vestimenta.
¿Vas a seguir escondiéndote detrás del ropaje… o vas a salir de verdad a oler a oveja?
Ya es hora. El traje no convierte. El Evangelio sí. Y el Evangelio, hoy, necesita vaqueros.