Sanz Montes: Entre la Memoria y el Protagonismo

Sanz Montes: Entre la Memoria y el Protagonismo

El reciente despliegue mediático de Jesús Sanz Montes en torno al Papa Francisco invita a una reflexión serena pero necesaria. No es discutible el respeto que transmite hacia el Santo Padre ni las anécdotas entrañables que comparte; sin embargo, sí resulta llamativo el uso intensivo de su propia figura para mantener una presencia constante en el espacio público, incluso en momentos tan delicados como la muerte del Pontífice.

Es legítimo recordar experiencias personales, más aún cuando se trata de encuentros relevantes en el camino pastoral. Sin embargo, el modo en que Sanz Montes rescata entrevistas pasadas, incluso de hace casi una década, da la sensación de que su propósito no es tanto rendir homenaje al Papa Francisco como reforzar su propia visibilidad. Hay una línea sutil entre el testimonio agradecido y la autopromoción, y en este caso parece cruzarse con demasiada ligereza.

No deja de resultar paradójico que mientras la Iglesia entera guarda un clima de oración, recogimiento y esperanza en la elección del nuevo Pontífice, algunos prefieran acaparar el espacio mediático con recuerdos que, en no pocos casos, se alejan del propósito genuino de la gratitud para convertirse en un ejercicio de autoafirmación pública. Sanz Montes parece no querer dejar escapar ninguna oportunidad para recordar, directa o indirectamente, su rol y cercanía con el ahora fallecido Papa Francisco.

En sus declaraciones, es constante el esfuerzo por situarse como testigo privilegiado, como interlocutor cercano, como actor relevante en momentos clave. Y aunque es normal que quien ha vivido experiencias personales quiera compartirlas, el volumen, la reiteración y el matiz autocelebratorio de sus intervenciones resultan, cuanto menos, chocantes.

Más aún cuando se rescatan entrevistas antiguas, declaraciones del pasado y detalles que apenas aportan a la memoria de Francisco, pero que sí parecen construir un retrato muy conveniente para el propio Sanz Montes. Un obispo, especialmente en estos momentos, debería ser capaz de hacerse pequeño para que brille la figura de quien merece realmente el foco: el Santo Padre, la vida de la Iglesia, y sobre todo Cristo.

Llama la atención el afán casi compulsivo de mantenerse en el escaparate, recurriendo a los medios en un despliegue que roza la desmesura. Se diría que ni siquiera el fallecimiento de una figura como Francisco frena esa necesidad de protagonismo, esa urgencia de reafirmarse públicamente en lugar de asumir una actitud más sobria y humilde, como piden las circunstancias.

Nadie niega que Sanz Montes tenga recuerdos valiosos de sus encuentros con el Papa Francisco. Son testimonios que podrían, en otro tono y momento, ser enriquecedores para la comunidad cristiana. Pero la forma en que se presentan, el momento elegido y la insistencia con la que se autopromociona, proyectan una imagen de narcisismo impropia de quien está llamado a ser testigo humilde de la fe.

Resulta particularmente revelador cómo, en su narración, él mismo ocupa el centro del relato: «yo le dije», «yo le presenté», «yo me vi con él», «yo le recordé». El Papa Francisco pasa a ser, en estas crónicas, casi un actor secundario en la historia que Sanz Montes escribe sobre sí mismo. Y esta tentación de la autocomplacencia no es un pecado menor, sobre todo en quienes han sido llamados al ministerio episcopal.

La grandeza del testimonio cristiano no se mide en los focos que uno consiga atraer sobre sí, sino en la capacidad de transparentar a Cristo y de desaparecer para que Él crezca. Como recordaba el mismo Papa Francisco, citando a San Juan Bautista: «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Una máxima que, lamentablemente, parece no haber sido tenida en cuenta por Sanz Montes en este momento.

En definitiva, respetamos su recorrido, su vivencia de fe y su entrega eclesial. Pero al mismo tiempo, no podemos dejar de señalar que lo que se espera ahora de un obispo es, sobre todo, un testimonio de sobriedad, de humildad y de comunión eclesial, no de autopromoción. Hay momentos en la vida de la Iglesia que piden más silencio que palabras, más oración que entrevistas, más servicio oculto que protagonismo mediático.

Dejar espacio a la memoria verdadera de Francisco, centrarse en su legado espiritual y orar por el futuro de la Iglesia sería, sin duda, la mejor manera de honrar su figura. Y también, la mejor forma de recordar que nuestra misión no es otra que servir al Evangelio con alegría y con discreción, sin buscar para nosotros la gloria que sólo pertenece a Dios.

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