San Pedro: el día en que enterraron la decencia

San Pedro: el día en que enterraron la decencia


Hoy no fue simplemente el funeral de un hombre. Hoy, en la Plaza de San Pedro, fuimos testigos de algo mucho más profundo, más brutal, más devastador: el funeral oficial de la decencia.
No fue la despedida de un Papa, ni un homenaje sincero a un líder espiritual. Fue un espectáculo grotesco, una operación masiva de blanqueo moral donde los mismos que en vida despreciaron, combatieron, insultaron y traicionaron a Francisco se dieron cita para posar frente a las cámaras en un acto final de obscena hipocresía.

No hubo recogimiento, no hubo verdadero dolor. Hubo circo. Hubo pasarela. Hubo desfile de impostores.
Ahí estaban, en sus trajes oscuros y rostros compungidos de utilería, los jefes de Estado y líderes de gobiernos que cada día niegan compasión a los migrantes, que aplauden guerras, que pactan con los verdugos del mundo mientras enarbolan palabras de paz vacías como globos rotos.

Frente a todos, una troupe de tumbas blanqueadas desfiló como en una sátira mal escrita: Giorgia Meloni, la campeona del cinismo europeo, que construye su poder sobre el miedo, la discriminación y la indiferencia; Ursula von der Leyen, emperatriz sin alma de la industria bélica continental, que llora lágrimas de cocodrilo mientras financia guerras que arrasan pueblos enteros;
Y Donald Trump, la caricatura decadente de un imperio moribundo, que ni siquiera intentó disimular el desprecio: mascaba chicle, devoraba caramelos y revisaba su teléfono móvil durante la ceremonia, como quien mata el tiempo en una sala de espera. Mientras el mundo intentaba rendir homenaje, Trump rumiaba aburrimiento y desprecio.

Pero la obra maestra de la incoherencia fue obra de Javier Milei.
El mismo Milei que hasta ayer llamaba a Francisco “idiota”, “usurpador de la casa de Dios” y “agente del maligno”, hoy apareció en San Pedro con un semblante fingidamente solemne, como si unos pocos meses de oportunismo bastaran para borrar años de insultos. Sin lágrimas, sin humildad real, sin vergüenza. Solo cálculo político. Solo la urgencia de figurar, de transformarse en parte de una foto histórica a cualquier precio.

No fue hipocresía lo que vimos hoy. Fue algo aún más hondo y más inquietante: fue la aniquilación de cualquier rastro de vergüenza. Fue un triple salto mortal en la prehistoria de la moral, una regresión tan brutal que hizo que la Edad Media pareciera, en comparación, una época de luminosa decencia.

La muerte de Francisco, que merecía silencio, respeto, contemplación, se transformó en una gigantesca selfie colectiva. Un acto global de marketing de duelo, donde cada gesto estaba calculado, cada palabra medida, cada presencia coreografiada.
Los poderosos del mundo no acudieron a despedir a un hombre de fe. Acudieron a buscar visibilidad. Acudieron a redimirse falsamente ante un público que ya no exige coherencia, que ya no distingue la verdad de la farsa, que acepta todo envuelto en la envoltura dorada del espectáculo.

Así es como hemos llegado hasta aquí: a la sociedad donde incluso la muerte es un producto más en el mercado de la imagen.
La memoria, como todo lo demás, se ha convertido en un bien consumible. Se usa, se explota, se recicla en likes, se tira cuando deja de ser rentable.
Hoy, en San Pedro, Francisco fue usado. No amado, no llorado. Usado. Como mercancía espiritual de una época enferma de cinismo.

Y no, no es que no supiéramos quiénes eran. Ya sabíamos. Ya los habíamos visto negociar con la vida y la muerte, con la paz y la guerra, con la dignidad y la miseria.
Lo que hoy quedó sepultado, junto al cuerpo de Francisco, fue algo mucho más grave: fue la última ilusión de que, al menos frente a la muerte, algunos límites éticos podían aún respetarse.

Hoy se confirmó que no queda vergüenza. Que no queda decoro. Que ni siquiera la muerte de un hombre que dedicó su vida a los últimos, a los olvidados, a los pobres, detiene la maquinaria imparable de la indecencia organizada.

San Pedro fue el teatro. La vergüenza, la gran ausente.
La mentira, la gran triunfadora.

Hoy no enterraron solo a Francisco.
Hoy enterraron la decencia.
Hoy, en San Pedro, asistimos al triunfo final de los mercaderes del alma.
Y nadie, absolutamente nadie, salió limpio de ahí.

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