Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando.
Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron.
Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando al campo.
También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron.
Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado.
Y les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».
COMENTARIO
pero muchos curas serán tibios, como siempre. Se arrastraran en la homilía para no tocar lo que el Evangelio grita a voces: que la primera enviada a anunciar la resurrección fue una mujer, María Magdalena. Que Jesús, el Señor, confió en ella lo que no confió primero a los varones. Y que los varones, encerrados, llorosos y acobardados, no creyeron.
Es gravísimo: no creyeron. Y, sin embargo, estos hombres han montado sobre su incredulidad un sistema de poder clerical, piramidal, donde las mujeres, las primeras creyentes, las primeras enviadas, siguen siendo apartadas como si fueran incapaces de presidir la fe.
La Iglesia actual, que prohíbe el acceso de las mujeres al ministerio presbiteral, no está defendiendo a Cristo: está defendiendo su estructura. No le interesa la verdad del Evangelio, sino la perpetuación de un orden que nace del miedo y de la desconfianza. Un orden que —no nos engañemos— es machista, es clericalista y es contrario al Espíritu de Jesús.
Afortunadamente, los que siguen negando el presbiterado femenino están cavando su propia tumba. Sin saberlo, están haciendo que el edificio piramidal de la Iglesia haga aguas. Porque una fe que discrimina, que margina, que amordaza, no puede sostenerse eternamente. Porque el Evangelio no es una ley de poder, sino de libertad.
¿Quieren seguir defendiendo el “orden natural” como si Cristo hubiera venido a canonizar las estructuras patriarcales? ¿Quieren seguir vendiendo una teología de cartón piedra, donde la mujer puede servir en todo menos en aquello que implica verdadera autoridad? Bien: que sigan. Cada negación suya, cada homilía tibia, cada sínodo amañado será una grieta más en el muro de un sistema que no es el Reino.
El clericalismo no es sólo un error espiritual. Es una traición al Resucitado que se aparece primero a María Magdalena y no a Pedro. Que confía en ella —una mujer, una pecadora, una desechada— para que anuncie la Vida. ¿Y qué hicieron los “varones apostólicos”? No creyeron. Se atrincheraron en su incredulidad. Y Jesús se lo echó en cara.
¿Quién se lo echará en cara hoy a los obispos que niegan la dignidad presbiteral de las mujeres? ¿Quién se lo echará en cara a los teólogos que siguen enredando argumentos pueriles para justificar lo injustificable? ¿Quién tendrá el coraje de decirlo mañana desde los púlpitos, en vez de disimular bajo homilías melosas y superficiales?
Pero, muchos curas pasarán de puntillas sobre esta Palabra. Evitarán que la espada del Evangelio corte hasta el alma. Endulzarán el texto, hablarán del “llamado a evangelizar” sin decir claramente que Jesús primero llamó a una mujer a evangelizar. O peor: ignorarán a María Magdalena como tantas veces la Iglesia ha ignorado a las mujeres en su historia.
Pero el texto es claro. Jesús confía en quienes el sistema no hubiera elegido jamás. No elige a los Doctores de la Ley, ni a los sumos sacerdotes. Ni siquiera a los varones discípulos primero. Elige a la endemoniada, a la sanada, a la amada. A María. Ella ve a Cristo. Ella escucha. Ella cree. Y ella anuncia.
¿Cómo puede entonces sostenerse teológicamente la exclusión de las mujeres del ministerio presbiteral? Sólo puede sostenerse desde la desobediencia al Espíritu. Sólo puede defenderse desde la incredulidad institucionalizada. Desde el miedo a que el Reino de Dios rompa definitivamente las murallas de Jericó de esta Iglesia que sigue sorda a la voz del Resucitado.
Algunos intentan justificar la exclusión de las mujeres diciendo que Jesús eligió sólo a doce varones como apóstoles. Es un argumento pobre, superficial, incluso manipulador.
Jesús escogió a doce hombres no para establecer un modelo eterno de autoridad masculina, sino para representar simbólicamente a las doce tribus de Israel. Era un gesto profundamente histórico y mesiánico, no una declaración eterna sobre el género de quienes deben liderar la Iglesia. Jesús no estaba creando un sacerdocio clerical separado del pueblo, sino refundando Israel, inaugurando el Reino para todos. Lo esencial no es el sexo de los Doce, sino su función simbólica: son signo de un nuevo Pueblo de Dios.
Además, Jesús rompió constantemente los esquemas religiosos y sociales de su tiempo en relación a las mujeres. Dialogó con ellas en público, las acogió como discípulas, permitió que fueran sus testigos principales —como María de Betania, como la samaritana, como María Magdalena— en un mundo donde la palabra de una mujer no valía nada legalmente. Si Jesús no nombró a mujeres entre los Doce no fue por incapacidad espiritual de ellas, sino porque las condiciones culturales del momento lo habrían hecho incomprensible y contraproducente. Aun así, las eligió como testigos. Y en la resurrección, el acontecimiento central de la fe cristiana, es una mujer la primera en ser enviada.
Pero, ¿De verdad Jesús no eligió mujeres?
La respuesta honesta es: depende de qué entendamos por «elegir».
Si por «elegir» entendemos «instituir dentro de una estructura formalizada de autoridad jerárquica» (como el concepto actual de sacerdocio o de episcopado), entonces sí: los Evangelios presentan a los Doce como hombres, porque representaban simbólicamente a las 12 tribus de Israel.
Pero si por «elegir» entendemos «dar misión, confiar el anuncio del Evangelio, reconocer como apóstoles-testigos de la Resurrección», entonces la respuesta es: sí, Jesús eligió mujeres.
- María Magdalena no fue una simple seguidora: fue enviada a anunciar la resurrección.
- La samaritana (Jn 4) no solo creyó: fue misionera de su pueblo.
- Marta y María de Betania, discípulas cercanas, son tratadas como auténticas portadoras de la revelación («Yo soy la Resurrección y la Vida», le dice Jesús a Marta).
- Las mujeres al pie de la cruz y en la mañana de Pascua son quienes sostienen la fe cuando los hombres huyen.
- En los Hechos de los Apóstoles se habla de mujeres que reciben el Espíritu y profetizan.
¿Qué sucede entonces?
Que el Evangelio muestra a Jesús rompiendo ya en vida las barreras de exclusión de su tiempo, pero el mundo cultural donde se mueve sigue siendo profundamente patriarcal.
La estructura simbólica de los Doce (los doce hijos varones de Jacob, las doce tribus) era necesaria para que su mensaje fuera comprendido como una refundación de Israel. No porque fuera el ideal, sino porque era el lenguaje simbólico disponible en ese momento.
Es como si hoy alguien quisiera predicar la igualdad en una cultura profundamente racista o misógina: en algunos casos tendría que moverse inicialmente dentro de los códigos culturales existentes, sembrando a la vez una semilla que, más tarde, rompería esos mismos códigos. Eso es exactamente lo que hizo Jesús.
En resumen:
- Jesús eligió mujeres para la misión más alta: anunciar la resurrección.
- Jesús nunca instituyó un sistema clerical ni excluyente como el que luego se consolidó en la historia de la Iglesia.
- La falta de mujeres entre los Doce responde a un gesto simbólico hacia la refundación de Israel, no a un modelo perpetuo de autoridad exclusivamente masculina.
Querer aferrarse a la literalidad de los Doce varones para negar hoy el ministerio de las mujeres es ignorar el sentido profundo del Evangelio y del movimiento que Jesús inició.
El Espíritu sigue rompiendo las viejas estructuras. La fidelidad a Jesús no consiste en congelar sus gestos en moldes históricos, sino en prolongar su impulso liberador hoy, en la historia concreta que vivimos.
Lo que Jesús hizo no fue construir una estructura rígida de varones al mando, sino abrir la historia a una transformación radical que el Espíritu Santo sigue impulsando. El argumento de los “Doce varones” es tan infantil como pretender que hoy sigamos usando togas y sandalias para predicar el Evangelio, porque Jesús y los apóstoles las usaban.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha sabido discernir cambios fundamentales sin traicionar el Evangelio: abolió la esclavitud, reconoció la dignidad de los pueblos indígenas, defendió los derechos humanos… ¿Y va a seguir aferrada a la exclusión de la mujer en nombre de una literalidad hipócrita? No. No se puede seguir cubriendo la injusticia con citas bíblicas sacadas de contexto.
La verdadera fidelidad a Jesús no es repetir esquemas históricos caducos. Es hacer hoy lo que Él haría: confiar en quien el mundo desprecia, levantar a quien es humillado, dar voz y misión a quienes son silenciados.
Y aún más: es providencial que sigan negándolo. Es providencial que se atrincheren en su rigidez. Porque cuanto más nieguen, más quedarán en evidencia. Porque el Espíritu no se puede encerrar. Y es providencial, también, la escasez de sacerdotes que hoy lacera a tantas diócesis. No es un castigo: es una oportunidad. Es el mismo Dios diciendo a la Iglesia que no puede seguir sosteniendo un sistema clericalista donde se olvida que todos los bautizados son sacerdotes, que todo el pueblo de Dios es el verdadero sujeto de la misión.
La falta de presbíteros no es más que el espejo donde el sistema se ve a sí mismo: agotado, estéril, sin fecundidad evangélica. Mientras sigan entendiendo el sacerdocio como un privilegio masculino y clerical, no habrá vocaciones. Porque el Espíritu no llama a perpetuar injusticias; llama a construir comunidad. Y esa comunidad no es piramidal: es un Cuerpo donde la cabeza es Cristo y donde no hay varón ni mujer, esclavo ni libre, sino todos uno en Él.
El clericalismo no caerá por un cambio político. Caerá por su propia inconsistencia evangélica. Caerá cuando las mujeres, cuando los pobres, cuando los pequeños sigan diciendo con la vida y con la palabra: “Hemos visto al Señor”. Caerá cuando la comunidad, empapada de Espíritu, sepa que no necesita mediadores de poder, sino testigos de la Vida.
María Magdalena, apóstola de los apóstoles, sigue hablando hoy. Sigue diciendo a esta Iglesia cobarde que la Resurrección no es para unos pocos varones encerrados, sino para todos los que creen de verdad. Y sigue llamando a la conversión a quienes se amarran a sus tronos clericales.
Mañana, si predican como deben, muchos tendrían que rasgarse las vestiduras y pedir perdón. Pero, lamentablemente, la mayoría seguirá maquillando la Palabra.
No importa. El Evangelio avanza.
La Resurrección no necesita su permiso para irrumpir.