En estos días, el cardenal Gerhard Müller, antiguo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha lanzado una advertencia que resuena como un trueno en las bóvedas vaticanas: un nuevo Papa no-ortodoxo —es decir, no afín a sus criterios doctrinales— podría llevar a la Iglesia al borde del cisma. Ha condenado sin matices la bendición de parejas homosexuales, el diálogo con el islam y los acuerdos diplomáticos con China, reduciendo el discernimiento pastoral y político a una suerte de complicidad con el demonio. Es tiempo de responder, no desde el combate ideológico, sino desde el Evangelio.
¿Quién teme a la verdad revelada?
Müller proclama que la Iglesia debe ceñirse a la “verdad revelada”, como si la Palabra de Dios hubiese quedado petrificada en las formulaciones doctrinales del pasado. Pero la revelación no es un fósil sagrado: es un torrente que sigue corriendo. “El Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8), y no donde los guardianes del dogma le piden que sople.
La “ortodoxia” que propone Müller es, en realidad, una “ortopraxis de la exclusión”: una forma de verdad que no se encarna en el amor al prójimo, sino en la defensa intransigente de fronteras que Jesús nunca puso. ¿No bendecir a quienes se aman? ¿No dialogar con los musulmanes? ¿No arriesgarse por la paz en medio de sistemas totalitarios? Cristo no se escondió en la sacristía, ni exigió certificados de pureza doctrinal a los que se le acercaban. Se dejó tocar por mujeres impuras, comió con pecadores, y murió entre ladrones. Esa es la ortodoxia del Reino.
El miedo no es un buen consejero del Espíritu
Müller dice que reza para que no elijan a un Papa “hereje”. Pero ¿no será que teme, más que una herejía, la conversión del corazón de la Iglesia? En realidad, no hay cisma más profundo que el de una Iglesia que deja de escuchar los gritos de la humanidad herida para preservar el eco de sus propias certezas.
El miedo a lo secular, a lo humano, a lo diverso, es el verdadero enemigo de la fe. No necesitamos un Papa que hable al mundo desde una torre de marfil, sino uno que baje al barro con los pobres, como hizo Francisco. Uno que escuche, que aprenda, que se deje corregir por los pequeños y los últimos. Porque la verdad revelada no se encuentra solo en los libros sagrados, sino también en la carne sufriente de la historia.
¿Quién divide a la Iglesia?
Müller afirma que el próximo Papa debe “unificar la Iglesia en la verdad revelada”. Pero la unidad no se impone con decretos ni se defiende con amenazas de cisma. La unidad es un fruto del Espíritu, no una consigna de partido. El verdadero cisma no es el que surge de la apertura pastoral, sino el que nace del rechazo a caminar con el otro, a aceptar que la fe vive en culturas distintas, en situaciones nuevas, en preguntas incómodas.
Quien reduce la catolicidad a una doctrina inflexible está amputando el cuerpo de Cristo. No es la “herejía” de bendecir a los amados lo que nos divide, sino la rigidez que convierte el Evangelio en un código penal. No es el diálogo con otras religiones lo que debilita nuestra fe, sino el dogmatismo que margina toda disidencia.
No necesitamos más inquisidores
El mundo no espera de la Iglesia una muralla de ortodoxia, sino una mesa común. La imagen que Müller presenta —de un Papa que “busca el aplauso del mundo”— es una caricatura injusta. Lo que hoy se nos pide no es agradar al mundo, sino encarnar el Evangelio en un mundo que sangra. El cristianismo no se valida por ser impopular, ni se hace santo por ser minoritario. El criterio no es la fidelidad a una estructura, sino la fidelidad al Dios de Jesús, que se dejó romper para darnos vida.
De guardianes a testigos
Los cardenales que participen en el próximo cónclave no están llamados a elegir a un guardián de fronteras, sino a un testigo del Reino. No necesitan proteger la Iglesia del mundo, sino abrir la Iglesia al soplo del Espíritu. Como dice el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). El Espíritu no llama solo desde dentro. También llama desde los márgenes, desde las periferias, desde los “otros” a los que algunos niegan el derecho a la bendición o al abrazo.
Sí, es hora de una Iglesia sin miedo. Una Iglesia que no confunda la fidelidad con la cerrazón, ni la verdad con el poder. Que no tema ser corregida, ni caminar con quienes piensan distinto. Porque el Evangelio es siempre más grande que nuestras fórmulas.