Hay médicos que curan. Hay médicos que enseñan. Y hay otros, los más raros y valiosos, que además de curar y enseñar, tocan el alma de quienes los conocen. El Dr. José Pedrouzo Bardelas pertenece a esta estirpe de seres excepcionales cuya vocación no se limita al ejercicio técnico de la medicina, sino que la trasciende, conmoviendo y dejando una huella profunda en cada persona que ha tenido la fortuna de cruzarse en su camino.
Conocerlo fue, para mí, un bálsamo en uno de los momentos más difíciles de mi vida. Cuando la salud tambalea y el miedo se instala, la mirada humana de un médico lo cambia todo. En el Dr. Pedrouzo encontré no solo un profesional brillante, sino un ser humano cercano, cálido, que hizo de mi sufrimiento algo compartido. Ese tipo de humanidad no se enseña en ninguna facultad: se lleva dentro.
Y quizás esa misma humanidad sea la que ha guiado cada paso de su impresionante trayectoria. Nacido en 1951 en Pazo de Coiras, en el humilde municipio ourensano de Piñor, José Pedrouzo se forjó a sí mismo con tesón y esfuerzo. Gracias a becas públicas y a una vocación irrenunciable, se licenció con brillantez en la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela, donde pronto destacaría por su talento y dedicación.
Desde sus primeros pasos como forense interino hasta sus últimos años como referente en la Atención Primaria ferrolana, el doctor Pedrouzo ha sido un pionero, un sabio y un trabajador incansable. Especialista en Medicina Interna y Cardiología, ha dejado huella en múltiples frentes: desde el Hospital Arquitecto Marcide hasta el sanatorio San Javier, pasando por su papel como médico de empresa en los astilleros de Bazán, hoy Navantia.
En todos esos escenarios, su presencia fue sinónimo de compromiso, inteligencia clínica y, sobre todo, empatía. Fue un adelantado en el diagnóstico de la asbestosis, una enfermedad silenciada durante años, cuyas consecuencias marcaron a cientos de trabajadores de los astilleros. Su implicación no solo salvó vidas, sino que contribuyó a que el amianto se convirtiera en un tema de Estado, prohibido finalmente en todo el país. Esa es la dimensión de su legado.
Pero su influencia no se limita a lo asistencial. El Dr. Pedrouzo ha sido también un maestro de médicos, tutor incansable de generaciones de facultativos, fundador de la Unidad Docente de Medicina Familiar y Comunitaria en el centro de salud de Serantes, y defensor convencido del modelo de Atención Primaria como piedra angular de un sistema sanitario justo y eficiente.
Y, pese a todo, la humildad ha sido siempre su sello. Ante la concesión de la Medalla de Oro y Brillantes del Colegio Oficial de Médicos de la Provincia de A Coruña, que recibirá el 14 de junio en el Teatro Jofre de Ferrol, solo ha podido decir: “Yo solo fui un médico que hice el trabajo lo mejor que pude y supe en favor de toda la población”. Palabras que definen a un hombre de verdad, alejado del aplauso fácil, más cómodo en el anonimato de la consulta que en los focos del reconocimiento.
Porque si algo conmueve del Dr. Pedrouzo es su capacidad de escuchar, de mirar al paciente no como un caso, sino como una persona. Y eso, hoy más que nunca, es un acto revolucionario. En tiempos de prisas, de burocracias infinitas y de sistemas desbordados, él sigue representando el modelo de médico que nos devuelve la fe en la medicina como arte y como vocación.
Aficionado a la historia, viajero incansable, hombre culto y curioso, su vida es también un testimonio de equilibrio entre pasión profesional y riqueza personal. Ha recorrido medio mundo, pero nunca ha dejado de mirar con ternura a sus raíces, ni de ejercer su oficio con la sencillez de quien se sabe servidor de un bien mayor.
Hoy, esta medalla —la más alta distinción del Colegio de Médicos— lo sitúa al lado de nombres ilustres como Ángel Carracedo, José Peña Guitián o Marisa Crespo. Pero para quienes lo conocemos, el verdadero galardón ha sido tenerlo cerca, recibir su cuidado, su palabra justa, su tiempo, su respeto.
Por todo esto, y por tanto más que no cabe en un texto, gracias, doctor. Gracias por haber estado, por seguir estando, y por recordarnos que, incluso en la incertidumbre del dolor, hay médicos que curan con ciencia, sí, pero también con alma.
José Carlos Enríquez Díaz