Una mochila, unas lágrimas y una oración: el último gesto de sor Geneviève

Una mochila, unas lágrimas y una oración: el último gesto de sor Geneviève

En una jornada marcada por el recogimiento y el respeto, la figura de una pequeña mujer, vestida con hábito sencillo y una mochila a la espalda, logró eclipsar por un momento la solemnidad prevista del adiós al Papa Francisco en la basílica de San Pedro. No fue por grandilocuencia ni por gestos estudiados. Fue, al contrario, por una sinceridad tan palpable, tan humana, que conmovió incluso a quienes estaban allí solo como testigos lejanos.

Sor Geneviève Jeanningros, religiosa francesa de 81 años, de la congregación de las Hermanitas de Jesús, protagonizó uno de los momentos más íntimos y conmovedores de la despedida al Pontífice. Ella no era una desconocida para él. Eran amigos. Francisco, con su habitual ternura desarmante, solía llamarla “enfant terrible”, un apodo cariñoso que hablaba del espíritu libre, desafiante y profundamente comprometido de esta mujer menuda que ha pasado más de medio siglo viviendo entre los descartados del mundo.

Cuando llegó el momento de decir adiós, sor Geneviève rompió el protocolo de manera espontánea pero profundamente respetuosa. Se detuvo en una esquina del recorrido fúnebre, y allí, sin estridencias, comenzó a rezar. Lo hizo entre lágrimas, con el rostro inclinado, ajena al murmullo de cardenales, obispos, funcionarios vaticanos y peregrinos que seguían caminando. Su oración no interrumpió nada; al contrario, pareció detener el tiempo. Durante siete largos minutos, su pequeña figura se convirtió en un símbolo vivo del amor que muchos sienten por este Papa que supo mirar más allá de las fronteras, más allá de las normas, más allá de los prejuicios.

Nadie la detuvo. Nadie osó perturbar esa escena de ternura. Porque había algo en esa imagen —la hermana llorando discretamente frente al féretro de su amigo— que hablaba más fuerte que cualquier homilía. Era el lenguaje de la autenticidad, de la gratitud y del dolor compartido.

Una vida en las periferias

Sor Geneviève no es una figura mediática ni alguien que busque protagonismo. Su vida, sin embargo, es profundamente evangélica. Lleva 56 años dedicada a los más vulnerables, especialmente a los transexuales y feriantes de Ostia, un pueblo costero a las afueras de Roma que ha sido históricamente olvidado por las instituciones. Allí, donde el crimen organizado extiende su sombra y la indiferencia institucional parece endémica, ella ha estado presente. Escuchando. Acompañando. Llevando consuelo.

Durante la pandemia de la COVID-19, su compromiso se hizo aún más visible. Junto con el padre Andrea Conocchia, párroco de la iglesia de la Santísima Virgen Inmaculada de Torvaianica, tocó la puerta del cardenal Konrad Krajewski, el limosnero del Papa, para pedir ayuda. No para ella, sino para unas 50 personas marginadas, vinculadas al mundo feriante, que simplemente no tenían a dónde acudir. Fue esa tenacidad, esa fe puesta en acción, la que hizo que sor Geneviève se ganara la amistad y el respeto del Papa Francisco.

Desde 2022, comenzó a asistir con regularidad a las audiencias generales de los miércoles. No iba sola. Llevaba consigo a pequeños grupos de personas homosexuales y transexuales que deseaban conocer al Papa. Francisco los recibía con calidez, los bendecía, les hablaba con el corazón. Para muchos de ellos, fue la primera vez que sintieron que la Iglesia tenía un lugar también para ellos. Y fue gracias a esta mujer valiente, que decidió hacer de su fe un puente, no un muro.

Una despedida que fue un testimonio

El gesto de sor Geneviève no fue casual. Fue la expresión más pura de lo que ha sido su vida: una oración constante por los que no cuentan, una presencia silenciosa pero firme, un testimonio de amor sin condiciones. Su despedida al Papa no fue pública ni protocolar. Fue profundamente personal, como si, en medio de la multitud, solo estuvieran ella y él. Dos amigos. Dos almas que se reconocieron en la misión de amar a los más pequeños.

En un mundo que a menudo celebra lo espectacular, su gesto humilde nos recuerda que los actos más revolucionarios a veces nacen en el silencio. Mientras las cámaras captaban la ceremonia, ella ofrecía una oración que no buscaba atención, sino conexión. No fue un homenaje frío, sino un acto de amor.

Y quizás, sin saberlo, esa imagen quedará grabada como una de las más poderosas de este momento histórico. No por el lugar, ni por la circunstancia, sino por lo que representa: la Iglesia de los últimos, de los que lloran en silencio, de los que caminan con una mochila al hombro, llevando esperanza a los márgenes del mundo.

Porque al final, como enseñó el Papa Francisco, “la verdadera grandeza está en el servicio y en el amor”. Y sor Geneviève, con su mochila, sus lágrimas y su oración, nos lo ha recordado con elocuencia desgarradora.

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