“Francisco, un Legado Complejo”: Comentario al artículo de Merche Saiz en Religión Digital

“Francisco, un Legado Complejo”: Comentario al artículo de Merche Saiz en Religión Digital

El artículo de Merche Saiz en Religión Digital sobre el legado del Papa Francisco traza una radiografía lúcida y equilibrada de uno de los pontificados más complejos y decisivos de la historia reciente de la Iglesia Católica. Su reflexión pone de relieve la densidad de un papado marcado tanto por un impulso reformador como por la fidelidad a estructuras que resisten al cambio, en una tensión constante entre progreso y tradición. Lo que emerge de esta crónica no es un retrato apologético ni condenatorio, sino una visión matizada de un pontífice que encarnó los dilemas más profundos de la Iglesia en el siglo XXI.

Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio marcó un antes y un después, no tanto por innovaciones doctrinales radicales, sino por una reorientación del tono y la prioridad pastoral. Su estilo cercano, su lenguaje sencillo y su inclinación por las periferias del mundo y del alma generaron un fuerte contraste con sus predecesores. Francisco no fue un teólogo de escritorio; fue un pastor que se propuso poner en práctica el Evangelio desde los márgenes, llevando al centro de la Iglesia a los que siempre estuvieron en los bordes.

La encíclica Laudato Si’ simboliza perfectamente esta revolución pastoral. Al vincular la crisis ecológica con la justicia social y los derechos de los más vulnerables, Francisco reformuló el pensamiento social de la Iglesia en clave de ecología integral. Esta visión, aplaudida por muchos sectores fuera incluso del ámbito católico, reposicionó al Vaticano como una voz relevante en el debate global sobre el futuro del planeta. Pero no estuvo exenta de resistencias internas: sectores conservadores vieron en este enfoque una “politización” de la fe.

Otro pilar fundamental del pontificado fue la reforma de la Curia Romana, un tema espinoso y de largo aliento. Si bien los resultados fueron desiguales, como señala Saiz, la voluntad de transparencia, lucha contra la corrupción y descentralización del poder eclesiástico fue evidente. El intento de limpiar estructuras corroídas por el nepotismo y la opacidad —aunque aún lejos de completarse— constituye un paso significativo hacia una Iglesia más coherente con su mensaje.

Pero no todo fue luz. La gestión de los abusos sexuales, aunque más abierta y menos defensiva que en otros pontificados, siguió siendo un flanco vulnerable. Las víctimas exigieron mayor contundencia y rapidez en las respuestas, y no sin razón. Francisco dio pasos —como la creación de comisiones independientes y protocolos de prevención—, pero estos a menudo se percibieron como insuficientes frente a la magnitud del escándalo.

Uno de los apartados más potentes del artículo es el análisis del papel de la mujer en la Iglesia. Aquí, Saiz apunta con acierto a una paradoja: aunque el Papa nombró mujeres en cargos inéditos dentro del Vaticano y reconoció su valor, no impulsó reformas estructurales que modificaran su exclusión sistemática de los ministerios ordenados. Francisco repitió que la ordenación femenina no estaba sobre la mesa, lo que limitó enormemente el alcance de cualquier apertura. La contradicción entre su lenguaje inclusivo y la persistencia de roles tradicionales fue uno de los grandes retos pendientes de su legado.

Asimismo, su enfoque hacia la moral sexual y familiar despertó debates encendidos. Su apertura a acoger a las personas LGBTQ+, divorciados vueltos a casar y otras realidades marginadas por la ortodoxia doctrinal fue vista por muchos como una bocanada de aire fresco, pero también como una amenaza por parte de sectores más rígidos. Francisco optó por una lógica de la misericordia antes que de la norma, lo que le granjeó tanto admiración como animadversión.

Hoy, tras su fallecimiento, el pontificado de Francisco puede observarse en su totalidad. Ha dejado una Iglesia menos indiferente, más cercana al sufrimiento humano, pero también profundamente dividida. Su paso por el Vaticano no resolvió todos los dilemas, pero los puso sobre la mesa con valentía y realismo. Francisco no ofreció soluciones definitivas, pero abrió procesos, cuestionó inercias, incomodó estructuras y tocó corazones.

Su gran valor fue haber desplazado el centro de gravedad de la Iglesia: de la doctrina al encuentro, del poder al servicio, de Europa al Sur global. No es poco. Pero su herencia más profunda será tal vez haber sembrado la posibilidad de un nuevo modo de ser Iglesia: menos clerical, más abierta, y más sensible a los signos de los tiempos. Una Iglesia que aún no es, pero que él ayudó a imaginar.

El artículo de Merche Saiz logra captar esa complejidad con una mirada serena y crítica. Nos invita no solo a valorar lo que fue, sino a preguntarnos —a la luz del legado de Francisco— qué Iglesia queremos ser ahora. Porque su tiempo ha terminado, pero sus preguntas siguen vivas. Y su legado, tan imperfecto como necesario, será punto de partida para quienes sueñan con una fe más compasiva, más libre y más humana.

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