«Del Palacio a la Miseria: Francisco, el Papa que el Poder Nunca Soportó

«Del Palacio a la Miseria: Francisco, el Papa que el Poder Nunca Soportó

En un Vaticano históricamente más cercano a los tronos que a los ranchos, la llegada de Jorge Mario Bergoglio marcó una ruptura radical. Francisco, el Papa de los descartados, no venía de las sedas romanas ni de los círculos dorados del Opus Dei. Venía del barro, de la villa, del contacto directo con la miseria, de mirar a los ojos al hambre. Y eso, para muchos en las altas esferas eclesiásticas y políticas, fue un escándalo imperdonable.

No hay que tenerle miedo a las palabras: Juan Pablo II no sólo fue cómplice del silencio frente a las dictaduras latinoamericanas, sino que desmanteló activamente la corriente eclesial que optó por los pobres. Retiró a los obispos comprometidos con la Teología de la Liberación, acalló voces como la de Helder Câmara y Oscar Romero (a quien tardaron décadas en canonizar), y consolidó una Iglesia más cómoda para los poderosos. Su creación de la prelatura personal del Opus Dei fue un guiño al poder económico global, y una bofetada a los curas de alpargatas.

Mientras tanto, protegía a personajes oscuros dentro de la Iglesia. Nunca cuestionó las aberraciones del franquismo ni denunció el neoliberalismo salvaje que empobrecía a millones en América Latina. Desde su trono, hablaba de paz espiritual mientras el continente sangraba. Lo mismo hizo su sucesor, Benedicto XVI, más preocupado por las formas que por las heridas de la humanidad.

Entonces llegó Francisco. Y el Vaticano tembló.

El Papa argentino no sólo se negó a usar las túnicas lujosas y los zapatos rojos del poder, sino que eligió vivir en una residencia sencilla, renunció al papamóvil blindado y comenzó a hablar con una claridad que molestaba. Denunció la “economía que mata”, criticó el sistema financiero global, el extractivismo, la hipocresía política y, sobre todo, la indiferencia.

No miró para otro lado cuando Trump separaba familias migrantes. Llamó por su nombre a los muros de la vergüenza, a la xenofobia disfrazada de patriotismo. Lloró con las víctimas, habló con los perseguidos. Y fue calumniado por eso. En Argentina, aún hoy hay quienes insisten en acusarlo falsamente de complicidad con la dictadura, ignorando —o peor, ocultando— que fue clave para que muchos perseguidos por Vilela escaparan del país.

Francisco no es perfecto. Pero sí es, quizás, el primer Papa en siglos que se animó a volver al Evangelio desnudo, al mensaje crudo y radical de Jesús. Defendió a los homosexuales cuando muchos en su entorno preferían el silencio o la condena. “¿Quién soy yo para juzgar?”, dijo, y con eso rompió siglos de odio institucionalizado.

Se pronunció contra la pena de muerte sin ambigüedades, y fue más allá: afirmó que todos, absolutamente todos, son hijos e hijas de Dios. Esa frase bastó para que sectores ultraconservadores lo tildaran de “hereje”, “usurpador”, e incluso, con desprecio, de “ese que se hace llamar papa”.

Pero lo que más le perdonan es su fidelidad a los pobres. Porque Francisco no es un teólogo de escritorio: es un pastor de calle. Y en una Iglesia que supo ser imperio, eso es un sacrilegio.

Es por eso que muchos lo detestan. No porque sea débil, sino porque es profundamente cristiano. Porque su mirada incomoda, su palabra duele, su cercanía a los humildes desarma los discursos hipócritas de quienes construyen catedrales pero ignoran a los crucificados de hoy.

Francisco representa el Evangelio cuando el Evangelio se vuelve peligroso. No es casualidad que sus mayores enemigos no estén fuera, sino dentro de la Iglesia. Lo acusan de “progresista”, de “populista”, de “romper la tradición”. Pero lo que realmente no le perdonan es que dejó de servir al poder para volver a servir a Dios.

Y a esa Iglesia hipócrita que besa anillos de oro mientras ignora el hambre del pueblo, Francisco los desnuda con cada gesto, con cada palabra, con cada abrazo a los olvidados. Por eso lo odian. Porque les arranca la máscara.

Y porque les recuerda, con cada paso, que Jesús no murió en un palacio, sino colgado en una cruz entre ladrones.

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