En su reciente artículo, Enrique Barrera aborda el legado del Papa Francisco a partir de la especulación sobre su sucesión. Reconoce la figura del pontífice, su lucha contra la pederastia, la inclusión de la mujer en algunas estructuras eclesiales y su preocupación por los pobres y la justicia social. Sin embargo, Barrera parece atar el pontificado de Francisco a un debate político reduccionista cuando dice que la izquierda considera al Papa como suyo, mientras que la derecha lo ve como “un rojo peligroso”. Y aquí es donde surgen varias inquietudes que deben ser esclarecidas.
El comentario inicial sobre Jesús, al afirmar que «no fue comunista como piensan algunos», tiene toda la razón, pero se queda a mitad de camino. Porque, si analizamos la figura de Cristo desde la perspectiva del Evangelio, podemos afirmar con igual certeza que Jesús tampoco fue conservador, ni de derechas, ni de izquierdas. No perteneció a ningún partido político ni militó en ninguna causa terrenal. La proclamación del Reino de Dios que realizó fue un desafío radical a las estructuras humanas de poder, pero nunca se encuadró dentro de los esquemas ideológicos de su tiempo, como no lo haría hoy.
Jesús fue fiel al Evangelio. Ese Evangelio que, en su núcleo, propone una radical inversión de las prioridades humanas: los últimos serán los primeros, el amor al enemigo, la paz, la reconciliación, la misericordia. En todo su mensaje, no hay lugar para las etiquetas políticas que hoy se usan para clasificar a los individuos según su postura económica o social. Si hay algo que Jesús dejó claro, fue que su reino no es de este mundo, y su misión no se basa en alianzas políticas, sino en transformar los corazones.
El Papa Francisco, en su ejercicio del papado, ha sido fiel a esta misma lógica del Evangelio. Ha hablado de la justicia social, de la lucha contra la pobreza, del cuidado de la creación y del perdón, pero lo ha hecho desde la perspectiva cristiana del amor y la dignidad humana, no desde un programa político de izquierda o derecha. No es un “Papa rojo”, como le acusa la derecha, pero tampoco se puede afirmar que sea un Papa de izquierda, porque el Evangelio no pertenece a ninguna ideología. Su compromiso con los más necesitados, su rechazo a las injusticias del sistema económico global, su incansable defensa de los migrantes, no responden a una postura ideológica, sino a una fidelidad profunda al mensaje cristiano.
Barrera también menciona que Francisco no ha sido un Papa “revolucionario” porque no ha permitido el sacerdocio femenino ni el matrimonio de los sacerdotes. Este es un punto que merece más reflexión. El Papa Francisco ha promovido una renovación pastoral y ha hecho que la Iglesia sea más inclusiva, especialmente en términos de liderazgo y participación de las mujeres, pero es cierto que las reformas doctrinales en temas como el celibato y la ordenación femenina siguen siendo una asignatura pendiente. Sin embargo, eso no le impide ser considerado un Papa revolucionario en términos de estilo y enfoque pastoral. El verdadero cambio está en la atención que ha prestado a los más marginados, a los pobres, a los que sufren por la indiferencia social y política. En este sentido, Francisco ha vivido una “revolución” evangélica, que no se mide por reformas estructurales en la institución, sino por la cercanía a las personas, por la conversión de los corazones, por la denuncia de las injusticias.
Lo que realmente resalta en la reflexión de Barrera es el error de intentar leer el Evangelio y el papado de Francisco con los lentes de la política mundana. Al hacer esto, se reduce el mensaje cristiano a un campo de batalla ideológico que no le corresponde. El Evangelio es, ante todo, un mensaje de salvación para todos, y es radicalmente distinto a cualquier ideología terrenal. Jesús no vino a alinear a sus seguidores con ningún grupo político, sino a mostrarles el camino de Dios: un camino de amor, compasión, justicia y paz.
Por eso, es importante que, al analizar el legado de Francisco, no lo clasifiquemos según las categorías de la política contemporánea. Francisco no fue un Papa de izquierda ni de derecha: fue un Papa evangélico. Y eso es mucho más desafiante.
Quizás el mayor error sea intentar ubicar a Jesús —y al Papa— en una balanza ideológica. El Evangelio no cabe en esos moldes. El mensaje de Cristo trasciende las fronteras que los humanos hemos creado, porque se trata de algo más profundo que los simples intereses y sistemas de poder que rigen el mundo. Francisco, en su papado, ha mostrado que la verdadera revolución radica en vivir el Evangelio en su totalidad, sin negociar con el sistema de valores de este mundo.
Cuando se elija a su sucesor, lo más importante no será si garantiza continuidad política o doctrinal, sino si tendrá la valentía de seguir el ejemplo del Nazareno: vivir cerca de la gente, tocar el dolor sin miedo, y recordarle al mundo que Dios no se alinea con las potencias, sino con los pobres. Ese es el verdadero desafío de un Papa evangélico: ser, más allá de la política, un testigo del amor de Dios en un mundo que, muchas veces, lo ha olvidado.
Pero, más allá de la elección del próximo Papa, es fundamental que no olvidemos que el cambio comienza en nosotros mismos. El Evangelio nos llama a la transformación personal. No podemos esperar que un Papa o una institución cambien el mundo si no comenzamos con un cambio radical en nuestro propio corazón. Cada uno de nosotros tiene la oportunidad de vivir el Evangelio en su vida cotidiana: en las pequeñas decisiones, en la forma en que tratamos a los demás, en la manera en que nos comprometemos con los más necesitados, en cómo luchamos por la paz y la justicia. El desafío no está solo en los grandes cambios estructurales, sino en nuestra propia conversión diaria.
Al final, la transformación personal es el verdadero motor del cambio social, y la lección de Francisco es clara: un mundo diferente comienza con corazones transformados por el amor y la compasión. ¿Estamos dispuestos a seguir ese camino?