Hay personas que dejan huella, que no necesitan alzar la voz para ser escuchadas ni buscar reconocimiento para ser admiradas. José Manuel Quintana Amado fue una de esas almas extraordinarias. Sacerdote de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, su vida fue un reflejo puro de entrega, amor y valentía, marcada por gestos que lo convirtieron en un faro de esperanza para muchos.
Desde sus primeros años como sacerdote, su vocación fue mucho más que un compromiso religioso: fue una forma de vida. Siempre con una sonrisa afable, con un consejo oportuno y con los brazos abiertos para todo aquel que lo necesitara. Su labor pastoral lo llevó a distintas parroquias, pero su corazón estuvo especialmente ligado a la parroquia del Socorro, en Ferrol, donde dejó una huella imborrable.
Si algo definió su ministerio fue su especial conexión con los niños y los jóvenes. Tanto en su trabajo parroquial como en las aulas, donde impartió clases durante años, el padre Quintana no fue un simple maestro ni un sacerdote distante. Fue un amigo, un confidente, un referente. Sus alumnos lo rodeaban con admiración y devoción, no solo por lo que enseñaba, sino por lo que representaba: un modelo de bondad, cercanía y autenticidad en un mundo donde esos valores a veces parecían escasear.
Cuando ejercía como profesor en el instituto, era habitual verlo rodeado de sus alumnos. Todos lo querían. No fue un docente más, sino alguien que lograba conectar con los jóvenes de una manera especial. Los escuchaba con paciencia, los guiaba con ternura y tenía una forma única de explicar las cosas, haciendo que cada estudiante se sintiera valorado.
Sin embargo, su vocación fue mucho más allá de las aulas y los muros de la iglesia. Fue un hombre de acción, alguien que jamás miró hacia otro lado ante el sufrimiento ajeno. Así lo demostró en uno de los episodios más impactantes de su vida: el día en que fue el único que se atrevió a subir a un barco griego donde dos polizones, enfermos y marginados, clamaban ayuda.
En un tiempo en el que el miedo a las enfermedades contagiosas paralizaba a muchos, él no dudó. Subió a bordo, se acercó a ellos, los ayudó, les habló con ternura y les brindó el consuelo que nadie más se atrevía a darles. No pensó en el riesgo, no preguntó si había alguien más dispuesto a hacerlo. Simplemente actuó, movido por el amor y la compasión que definieron toda su existencia.
Ese acto de valentía, aunque impresionante, fue solo un reflejo de lo que siempre fue su vida: un testimonio de amor incondicional al prójimo. Su entrega jamás tuvo condiciones ni expectativas de reconocimiento. No necesitó aplausos ni homenajes. Su única satisfacción fue saber que había hecho el bien, que estuvo donde más lo necesitaron.
Los que lo conocieron bien sabían que no era un hombre que hablara mucho de sí mismo. No presumía de sus logros ni se colocaba en un pedestal. Para él, ayudar era algo natural, como respirar. Por eso, aunque no buscara ser recordado, es imposible olvidarlo.
En las parroquias donde sirvió, las familias todavía hablan de su cercanía, de su forma de hacer que la Iglesia no fuera un lugar solemne y distante, sino un hogar para todos. Nunca tuvo miedo de acercarse a los más necesitados, de tender una mano donde otros preferían apartar la vista.
En mi propia familia, el padre José Manuel Quintana Amado tuvo un lugar especial. Mi madre le guardó un cariño inmenso, una devoción que no hizo más que crecer con los años. Y mi hermano, que hizo su Primera Comunión en su parroquia, a día de hoy, con 34 años, siguió teniendo por él una profunda admiración. No fue solo el sacerdote que lo acompañó en un momento importante de su infancia, sino alguien que dejó una huella imborrable en su corazón, un referente de bondad y entrega que jamás olvidó. Todavía recordaba con emoción los cantos de su iglesia y la voz inconfundible del padre Quintana que alegraba las eucaristías, llenándolas de vida, de fe y de un sentido de comunidad que hacía que cada misa fuera especial.
Ya jubilado y enfrentando problemas de salud en sus últimos años, su legado siguió vivo en todos aquellos que tuvieron la suerte de cruzarse en su camino. En sus antiguos alumnos, que aún recordaban sus palabras con gratitud. En los feligreses que encontraron en él un guía y un amigo. En todos los que alguna vez recibieron su ayuda, su consuelo o simplemente su presencia en los momentos más difíciles.
Porque la verdadera grandeza no se mide en títulos ni en reconocimientos, sino en las vidas que tocamos, en el amor que dejamos atrás. Y si algo dejó el padre José Manuel Quintana Amado en este mundo, fue amor. Amor en cada gesto, en cada palabra, en cada acto de valentía y generosidad.
Si uno tuviera que definir las virtudes de un buen sacerdote, sin duda estaría describiendo al padre Quintana. La entrega total, sin esperar nada a cambio. La valentía para acudir donde hiciera falta, sin miedo ni reservas. La humildad de quien sabía que su misión no era recibir honores, sino servir. La cercanía de quien sabía escuchar, comprender y acoger sin juzgar. La paciencia infinita para acompañar, enseñar y formar a las nuevas generaciones. La alegría contagiosa de quien hacía que la fe se viviera con gozo y no con rigidez.
El padre José Manuel Quintana Amado encarnó todo lo que un buen sacerdote debe ser. Fue el pastor que nunca abandonó a su rebaño, el maestro que supo guiar con sabiduría y amor, el amigo que tendió la mano sin dudar, el hombre de Dios que llevó su fe a la acción con valentía.
Hoy, aunque ya no esté entre nosotros, sigue siendo un referente para muchos. Su espíritu incansable, su vocación inquebrantable y su amor por los demás continúan inspirando a quienes lo conocieron.
Y creemos firmemente que su vida no terminó con su partida. Porque la muerte no es el final, y la resurrección es la última palabra. El padre Quintana sigue vivo en la presencia de Dios, en el recuerdo de los suyos y en cada corazón que tocó con su luz. Su amor permanece. Su ejemplo perdura. Y su alma descansa en la paz de Aquel a quien sirvió con fidelidad hasta el último aliento.
José Carlos Enríquez Díaz