«Un Llamado a la Esencia: La Voz del Almirante Ignacio Frutos en Honor a la Semana Santa»

«Un Llamado a la Esencia: La Voz del Almirante Ignacio Frutos en Honor a la Semana Santa»

Ayer, en el corazón de Ferrol, cuando el aire parecía estar detenido entre incienso y silencio, el Almirante Ignacio Frutos no solo entregó un fajín a la Virgen de los Dolores. Entregó también una verdad envuelta en humildad, como quien sabe que hablar de lo sagrado exige descalzarse por dentro. En su voz no hubo retórica ni oropeles; hubo alma. Y en su mensaje, una llamada urgente a recordar lo que somos, lo que creemos, y lo que celebramos.

“Muchas veces pensamos que la Semana Santa son procesiones, es juerga en la calle, nunca hemos visto la calle Real tan llena…”. Sí, es verdad. Las calles se abarrotan. Suenan tambores y cornetas que estremecen el pecho, y hay un gozo profundo en ver cómo la ciudad despierta en sus tradiciones. Pero también es verdad, como dijo el Almirante, que no podemos quedarnos en la superficie, en el espectáculo. Porque si lo hacemos, la Semana Santa se nos vacía por dentro, como un cáliz hermoso que nadie se atreve a llenar de vino.

La Semana Santa es, ante todo, la gran liturgia de la humanidad redimida. No es solo una cita con el folclore, ni una postal de fervor. Es un drama divino que se repite cada año no para entretener, sino para transformar. Es el eco vivo del amor llevado hasta el extremo. Es la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, sí, pero también la nuestra. Porque el creyente no es un espectador de la cruz: es un personaje implicado en el misterio.

El Almirante lo dijo con claridad: “es la semana más importante para un cristiano”. No se trata solo de vestir túnicas, de llevar pasos, de organizar turnos. Se trata de mirar al Crucificado y preguntarse: ¿qué parte de mí sigue dormida? ¿Qué heridas no he puesto aún en sus manos? ¿Qué vida nueva está llamando a mi puerta con la fuerza de una piedra removida al amanecer?

La Semana Santa debería ser un alto en el camino, un desierto fecundo. Un momento de sinceridad con uno mismo y con Dios. En medio del ruido, una interioridad que no cede. En medio de la multitud, un corazón que se arrodilla sin miedo. Es la invitación a recorrer los últimos pasos del Maestro no como historia pasada, sino como presente palpitante: Él sigue cayendo bajo el peso del mundo, sigue llorando en los huertos donde la humanidad no vela, sigue siendo clavado en tantas cruces anónimas, sigue resucitando en cada gesto de amor gratuito.

Por eso la llamada del Almirante Frutos no es solo una reflexión; es un faro. Nos pide, con la serenidad del que ha visto mucho y con la fe del que aún espera más, que celebremos la Semana Santa con devoción y respeto. Que no apartemos la mirada de lo esencial. Que no nos perdamos en lo accesorio. Que recuperemos el alma de nuestra fe.

Porque si bien es legítimo —y hermoso— disfrutar de las procesiones, admirar la talla de una imagen, estremecerse con un paso que gira, lo que realmente importa sucede en lo invisible. En el silencio de una lágrima que nadie ve. En la oración murmurada mientras pasa el Nazareno. En el perdón concedido con esfuerzo. En la decisión, al salir de misa, de comenzar de nuevo.

Ferrol es testigo de una Semana Santa imponente, única, que merece el reconocimiento que ha ido ganando con justicia. Pero que ese reconocimiento no nos distraiga de la hondura del acontecimiento. Que no olvidemos que lo que se celebra no es un recuerdo, sino una presencia. Que cada golpe de tambor resuene dentro, que cada vela encendida ilumine también los rincones oscuros del alma.

No todos pueden dar discursos que despierten conciencia, pero cuando alguien lo hace, como ayer lo hizo el Almirante Ignacio Frutos, es deber de todos escuchar. Y no solo escuchar: responder. Que cada uno, desde su lugar, desde su historia, haga de esta Semana Santa un lugar sagrado. No sólo en las calles, sino en el corazón.

Porque el Señor no busca multitudes, busca testigos. No reclama orquestas perfectas, sino almas abiertas. No necesita aplausos, sino compromiso. Que esta Semana Santa sea una escuela de entrega, de contemplación, de reconciliación.

Y si al llegar al final de esta Semana Santa nos preguntaran qué ha cambiado, qué ha nacido en nosotros, quizá deberíamos responder con una mirada hacia los márgenes. Porque hay quienes han entendido —y nos lo han enseñado con su vida— que la verdadera espiritualidad no se mide por los cirios encendidos, ni siquiera por los actos de culto más solemnes, sino por lo que dejamos de nosotros en los demás.

Que la Semana Santa sea, entonces, una experiencia de descenso, como el del Hijo de Dios, que no se aferró a su condición divina sino que se vació de sí para caminar con los últimos, los olvidados, los rotos de la vida. Que no temamos acercarnos a esos calvarios cotidianos donde aún se crucifica a inocentes por la pobreza, la indiferencia o el odio. Que no celebremos la cruz si no estamos dispuestos a cargar con alguna.

Quizá, más allá de las procesiones, de los rezos, del incienso y del recogimiento, Semana Santa sea eso: el paso de Dios por nuestras vidas no para entretenernos, sino para sacudirnos. No para que lo adoremos desde lejos, sino para que lo acompañemos donde aún sufre. Para que bajemos a las entrañas del dolor humano y abramos allí, sin miedo, un espacio para la esperanza.

Porque si Cristo muere y resucita una y otra vez en nuestras calles, también debe hacerlo en nuestras decisiones. En cada acto de compasión, en cada gesto de justicia, en cada vez que el amor vence al miedo, la Pasión cobra sentido. Y entonces, sí, habrá valido la pena la Semana Santa. No como rito, sino como vida transformada.

Un comentario en ««Un Llamado a la Esencia: La Voz del Almirante Ignacio Frutos en Honor a la Semana Santa»»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *