El negocio de la nulidad: entre la justicia canónica y la gestión desigual del privilegio

El negocio de la nulidad: entre la justicia canónica y la gestión desigual del privilegio

En recientes declaraciones a medios de comunicación, Gil Sáez, vicario judicial del Tribunal Eclesiástico de la Diócesis de Cartagena, ha defendido la función pastoral y jurídica de los procesos de nulidad matrimonial. Asegura que estos procedimientos tienen como finalidad “la salvación de las almas” y que las acusaciones sobre precios desorbitados son poco más que “leyendas negras”. Sin embargo, una mirada crítica a la praxis institucional revela una realidad mucho más compleja, marcada por asimetrías de acceso, ambigüedad doctrinal y una preocupante falta de transparencia.

La función pastoral frente a la estructura administrativa

El Derecho Canónico establece con claridad que el matrimonio, por su carácter sacramental, es indisoluble salvo en los supuestos contemplados expresamente. Entre ellos, la nulidad, entendida no como una disolución del vínculo sino como su invalidez desde el inicio, se presenta como un mecanismo excepcional. No obstante, en la práctica, los tribunales eclesiásticos han convertido este recurso en una vía de escape cada vez más frecuente para fieles que desean rehacer su vida afectiva sin incurrir en la censura moral que implica el divorcio civil.

Se afirma desde las instancias eclesiásticas que la finalidad del proceso no es otra que la justicia pastoral, y que las tasas asociadas a él son razonables y ajustadas. Pero los datos y los testimonios disponibles —muchos de ellos recogidos en estudios sociológicos y reportajes de prensa— evidencian lo contrario: existen desigualdades estructurales que condicionan quién accede al proceso, en qué condiciones y con qué garantías. En este sentido, la apelación a la “misericordia” puede terminar siendo un eufemismo para justificar un sistema asimétrico que, en su aplicación concreta, no siempre se rige por criterios de equidad.

La economía del sacramento

Aunque oficialmente se afirma que los costes de una nulidad no superan los 2.600 o 3.000 euros, la realidad es que los honorarios pueden elevarse sensiblemente si se recurre a abogados externos, peritajes específicos o si el proceso requiere cierta urgencia. Además, en los hechos, no siempre se garantizan mecanismos reales de gratuidad para personas en situación de vulnerabilidad económica. Lo que podría ser una garantía de acceso universal se convierte, muchas veces, en una estructura de mercado donde prima la capacidad de pago.

Este fenómeno no es nuevo. La historia de la Iglesia está atravesada por tensiones entre lo pastoral y lo económico, y el debate sobre las indulgencias en el siglo XVI es solo uno de sus episodios más emblemáticos. En pleno siglo XXI, cuando se esperaba una renovación profunda del compromiso eclesial con los más pobres —como insistentemente ha propuesto el Papa Francisco—, la existencia de estos “sacramentos con ticket” vuelve a poner en cuestión la coherencia entre discurso y práctica institucional.

El factor elitista: entre la fe y el apellido

Uno de los elementos más polémicos del actual sistema de nulidades es su aplicación diferenciada según el perfil social del solicitante. Casos ampliamente conocidos, como el de Isabel Preysler, han generado no solo atención mediática, sino también legítimas preguntas teológicas y jurídicas. ¿Reciben todas las personas el mismo trato ante el tribunal eclesiástico? ¿Se puede hablar de igualdad de acceso cuando los plazos, los procesos y los peritajes varían notablemente en función de la posición social del solicitante?

La respuesta, lamentablemente, tiende al escepticismo. Aunque formalmente todos los fieles tienen derecho a solicitar una nulidad, en la práctica hay diferencias notables en el trato, en la gestión del proceso y en la discrecionalidad con la que se interpretan los motivos de invalidez matrimonial. La consecuencia de ello no es solo un daño a la credibilidad institucional, sino una herida directa al principio de justicia eclesial.

¿Hacia una reforma sustantiva?

No todo está perdido. La Iglesia cuenta con los recursos, la tradición jurídica y la autoridad moral para reformar este sistema y devolverle su sentido originario: el acompañamiento pastoral desde la verdad y la equidad. Para ello, se requieren decisiones valientes: revisar a fondo la estructura económica del proceso, estandarizar los criterios de admisión y garantizar —mediante organismos independientes— la transparencia en todos los niveles.

Asimismo, se impone una reflexión eclesiológica profunda sobre el papel que deben jugar los sacramentos en la vida de los fieles. Mientras sigan operando como mecanismos de distinción o privilegio, perderán su dimensión de gracia universal y se convertirán en instrumentos funcionales al poder, al prestigio o al dinero.

Conclusión

La nulidad matrimonial no debería ser un procedimiento reservado a quienes pueden costearlo, ni una vía rápida para quienes gozan de influencia o apellido. Si el objetivo es realmente la salvación de las almas, como afirma Gil Sáez, entonces habrá que empezar por redimir el sistema de sus propias contradicciones.

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