«El niño que no se confundió de trono»

«El niño que no se confundió de trono»

En la fotografía, hay una procesión. Una más de tantas. Semana Santa: esa época del año en que las calles se llenan de tambores, pasos, túnicas bordadas, incienso, lágrimas que no se sabe bien si son de fe o de tradición, y multitudes que salen como si les llamaran las campanas del cielo… aunque hayan pasado todo el año sordos al sufrimiento ajeno.

Una madre, conmovida, señala al trono. Le dice a su hijo: “Mira al santo, ahí está, en su trono.”
Pero el niño, sin dejarse arrastrar por el ruido ni por la solemnidad impostada, fija la vista en un hombre pobre, tirado en la acera, ignorado por la multitud. Y responde:
“Eso estoy haciendo, mamá.”

Ahí está todo. En esa respuesta desarmante. El niño no ha sido todavía domesticado por las costumbres que vacían de sentido lo sagrado. No ha aprendido a separar a Dios del prójimo. No sabe de procesiones vacías ni de religiones de escaparate. No necesita que le expliquen teología para entender el Evangelio. Mira al que sufre, y allí ve a Dios.

Mientras tanto, los adultos —los que sí han aprendido— aplauden la imagen tallada, la cargan con fervor, la adornan con oro, se visten de penitentes y se golpean el pecho… pero solo una vez al año. El resto del tiempo, se apartan del mendigo, cruzan de acera si alguien les incomoda, votan políticas que recortan derechos y llaman “parásitos” a los mismos a los que Cristo habría abrazado.

Y para rematar la contradicción, desfilan fusiles delante del Cristo crucificado. Las imagenes religiosas acompañadas de armas, escoltas militares, salvas al cielo, como si Jesús hubiera sido un general en vez de un condenado a muerte por predicar el amor radical y desarmado. ¿Cómo se puede entender que el mismo que dijo “ama a tus enemigos” y “no respondas al mal con el mal” reciba honores de guerra? ¿Qué celebramos realmente en estas procesiones: la vida entregada o la estética del sacrificio? ¿La fe o la farsa?

Incluso algunos curas —los que todavía creen más en el Evangelio que en la costumbre— han levantado la voz contra esta parafernalia vacía. Saben que no hay salvación en el boato, ni redención en la cera derretida ni en los aplausos ensayados. Saben que Jesús, de estar hoy entre nosotros, no iría en un paso de plata, sino descalzo por los barrios donde no llega la caridad de los cofrades.

Porque el problema no es la Semana Santa en sí. El problema es lo que hemos hecho con ella. La hemos convertido en espectáculo, en tradición folclórica, en postal turística. Nos hemos aferrado a la cruz como símbolo, pero hemos olvidado al crucificado como ser humano. Nos emocionamos ante una imagen de la Virgen llorando, pero le cerramos la puerta en la cara a la madre soltera que no puede pagar el alquiler.

El niño de la foto no lo sabe todo, pero lo ha entendido todo. En su inocencia ha visto lo que los ojos cegados por la costumbre ya no ven: que Dios no está arriba, cargado de flores y luces, sino abajo, solo y con hambre. Que el verdadero trono del santo no es de madera dorada, sino una acera fría y sucia. Que el verdadero milagro es que alguien se atreva a mirar hacia donde nadie quiere mirar.

Esa fotografía, sin buscarlo, se convierte en un juicio. Un juicio a nuestra fe cómoda, a nuestras procesiones vacías, a nuestras devociones sin compromiso. Y el veredicto es claro: el niño ha entendido el Evangelio mejor que muchos que se golpean el pecho. Él sí sabe mirar al verdadero Cristo.

Un comentario en ««El niño que no se confundió de trono»»

  1. Hay vida cristiana más allá de la Iglesia católica. Siempre con discernimiento, claro, pues el protestantismo está infiltrado de calvinismo, y el «dios» de Calvino, que predestinaba a unos a la salvación y a otros al infierno, no tiene nada que ver con la verdad de Dios. Por otra parte la teología de la prosperidad y las megaiglesias son negocios tan lucrativos como el Vaticano.

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