“Devotos para pagar, no para participar”

“Devotos para pagar, no para participar”

A las 12:30 del mediodía de mañana, mientras muchos ciudadanos se enfrentan a la realidad diaria de una economía estrecha y el aumento de la inflación, autoridades como el conselleiro de Cultura, el obispo diocesano y el alcalde de Ferrol se darán cita en un acto oficial privado —eso sí, abierto a medios— para celebrar los avances en la rehabilitación de la iglesia de Dolores. Un evento cuidadosamente orquestado, con paradas explicativas, discursos y presencia institucional, pero que deja una incómoda pregunta en el aire: ¿para quién es realmente esta obra?

Porque, aunque el acto sea “privado”, el dinero no lo ha sido. El proyecto de rehabilitación de la iglesia de Dolores no se sostiene en milagros, sino en aportaciones públicas y en la generosidad —casi resignada— de los feligreses. La primera fase de la obra ya ha devorado 200.000 euros, y para concluir el proceso se necesitarán más de 300.000. Y mientras tanto, se ponen en marcha campañas de donativos, colectas en plazas e incluso se publicitan números de cuenta bancaria con promesas de desgravaciones fiscales.

Todo esto en un contexto en el que la Xunta ya ha invertido recientemente más de 360.000 euros en la rehabilitación de otro templo, el del monasterio de San Salvador de Lourenzá. Mientras los ciudadanos observan cómo se recortan recursos en servicios esenciales, la inversión pública en patrimonio religioso sigue fluyendo con generosidad. ¿Dónde está el equilibrio entre conservar nuestro legado y atender las necesidades reales de la población?

El acto de mañana se configura como un evento cerrado al que los feligreses no han sido invitados, a pesar de ser ellos —con su fe y sus aportaciones— quienes mantendrán el templo vivo una vez que las autoridades se marchen. El arquitecto encargado explicará cada fase de la rehabilitación: hablará del altar, del corralón, de las torres; pero ¿se referirá en algún momento al esfuerzo económico que para muchas familias representa esta contribución? ¿Se reconocerá el sacrificio silencioso de aquellos que, limitados económicamente, colaboran de todos modos con la convicción de que están manteniendo viva una tradición?

En medio de esta lógica, surge otra pregunta inevitable: ¿Acudirá mañana Xosé Francisco Delagado, el sacerdote que luchó por el arreglo de la Iglesia? La posible presencia de quien defendió desde el principio esta causa encendería una luz de justicia o, por el contrario, pondría en evidencia cuán poco se valora hoy la memoria y el esfuerzo de quienes no forman parte del protocolo oficial.

El mensaje que se transmite es claro: aporten, recen y colaboren… pero las decisiones y el reconocimiento quedan reservados para otros. Es una dinámica perversa que convierte a los fieles en meros financiadores de una estructura que parece alejarse progresivamente de su función original: servir a la comunidad.

La parroquia insiste en “la implicación de todos los devotos” para seguir recaudando fondos, y la iglesia se abrirá los sábados para el culto, lo cual es sin duda positivo. Sin embargo, la factura moral de este proceso resulta alta: muchos creyentes sienten que solo se les convoca cuando hay que pagar y no se les invita a ser parte de las decisiones ni a participar activamente en el camino de la recuperación del edificio.

Esta situación también plantea serios interrogantes sobre la transparencia en el manejo de los fondos. ¿Se detallarán cómo se adjudicarán las obras, de qué manera se repartirán los presupuestos y quiénes resultarán beneficiarios de estas inversiones? La opacidad en estos procesos solo alimenta la desconfianza en una institución que, en teoría, debería representar valores de humildad, verdad y compromiso con los más necesitados.

La rehabilitación de la iglesia de Dolores se anuncia como una gran obra de fe y patrimonio, pero cada centavo proviene del bolsillo de los ciudadanos y de una comunidad de fieles que siente que se toma por sentado su continuo sacrificio. Es imprescindible que, en el ejercicio de la conservación del patrimonio, se respete también a aquellos que le dan vida a la tradición: los fieles, quienes no solo recaudan donativos, sino que confían en que sus aportaciones se traduzcan en un proyecto compartido y participativo.

Una fe que se mendiga y se cobra, pero que no comparte la verdadera responsabilidad, acaba por vaciar los templos mucho antes que cualquier gotera. El templo rehabilitado quedará como símbolo de una gestión en la que los devotos se ven relegados a simples proveedores de fondos, en una escena donde la voz de aquellos que han luchado en el pasado, como la de Xosé Francisco Delagado, parece cada vez más distanciada de la realidad institucional.

En definitiva, el proceso de rehabilitación y el acto programado se traducen en un duro recordatorio de que la restauración del patrimonio no debe convertirse en el monopolio de unos pocos gestores y autoridades, sino en el reflejo de un compromiso compartido con la comunidad. La ausencia de un diálogo real y la exclusión deliberada de quienes han defendido, con convicción y sacrificio, la causa del arreglo de la Iglesia, revelan una desazón profunda que no puede ser ignorada. Al fin y al cabo, la fe colectiva se compromete no solo a mantener la estructura física, sino a reforzar un tejido social que pueda sostener la esperanza y la unidad, más allá de las cuentas bancarias.

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