Cuando Sanz Montes convierte la cruz en barricada

Cuando Sanz Montes convierte la cruz en barricada

Por más que el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, quiera convertir su última tribuna en ABC en una defensa espiritual de la Cruz del Valle de los Caídos —ahora Valle de Cuelgamuros—, lo cierto es que su discurso se ancla más en el combate político que en el consuelo cristiano. Bajo el título Un Valle sin vallas, Sanz denuncia lo que llama una “fijación ideológica beligerante” contra el recinto, pero lo hace con un tono que, paradójicamente, alimenta esa misma beligerancia que dice combatir.

No hay reconciliación posible cuando se niega la existencia de un dolor colectivo pendiente de sanar. Tampoco cuando se desprecia el derecho de una sociedad democrática a reinterpretar sus símbolos, sus espacios y su relato histórico. Porque eso es lo que está en juego: no la fe, ni siquiera la liturgia, sino el lugar que ocupa la verdad en una historia escrita durante años por vencedores.

El arzobispo habla de una “memoria sesgada”, cuando lo que molesta, en realidad, es que por primera vez se escuche la otra mitad del país. Aquella que fue silenciada, enterrada en fosas comunes, excluida de los altares. El Valle fue construido con mano de obra forzada, bajo un régimen dictatorial que lo consagró no a la reconciliación, sino a la glorificación de su victoria. La resignificación no es una ofensa: es una corrección histórica. Una deuda.

Resulta llamativo que quien invoca la espiritualidad cristiana para defender un mausoleo cargado de simbolismo franquista, utilice el lenguaje del resentimiento político —“arma de distracción masiva”, “cortina de humo”, “laicismo impositivo”— para deslegitimar una política de memoria. ¿No hay aquí, acaso, una inversión interesada de los papeles?

La Cruz puede ser, como dice Sanz, un símbolo de redención. Pero también fue usada como estandarte por quienes bendijeron un golpe de Estado y una dictadura. La Iglesia española, al menos en parte, ha reconocido ese pasado con humildad. Sería deseable que quienes hoy la representan no se aferren a ese símbolo como si fuera intocable, sin asumir lo que representa para tantos que aún esperan justicia.

No se trata de “acallar la presencia cristiana”, sino de liberarla de las cargas políticas que la comprometen. De permitir que la oración no esté encadenada a la nostalgia de un régimen. De separar, de una vez por todas, fe y poder. Porque la verdadera cruz cristiana no necesita altura ni piedra; necesita verdad, justicia y compasión.

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