En pleno debate sobre la regularización de inmigrantes en España, el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, ha decidido intervenir con una contundencia que hiela la sangre. “Aquí no caben todos”, dijo, dejando claro que su interpretación del cristianismo tiene más de frontera que de puente, más de control que de compasión. Un mensaje que podría haberse pronunciado desde cualquier tribuna ultraderechista, pero que esta vez salió de la boca de un alto representante de la Iglesia.
No satisfecho con la frase lapidaria, el prelado fue más allá. Alertó del supuesto “carnet terrorista” que portarían algunos inmigrantes, y los asoció sin matices al “tráfico de drogas, de armas, de blancas”. Así, sin estadísticas, sin matices, sin alma. Una amalgama de tópicos criminalizantes que reducen al ser humano a una caricatura peligrosa y perversa. Ni una palabra para quienes huyen del horror, de la miseria, de la violencia o de la muerte. Ni una mención a quienes han construido este país desde abajo, desde la invisibilidad, desde el sacrificio.
Lo que Sanz Montes parece no entender —o peor, entender demasiado bien— es que su discurso no solo alimenta el rechazo, sino que legitima la discriminación. Que su manera de hablar contribuye a reforzar narrativas de odio que hoy circulan con total impunidad en redes sociales, en tertulias y en parlamentos. Y lo hace en nombre de un Evangelio que, en sus manos, se convierte en arma arrojadiza.
No se quedó ahí. También arremetió contra el Gobierno, al que acusa de “desenterrar muertos, trasladar a difuntos y hacer amenazas”, y contra la Agenda 2030, que considera una distracción, un “chantaje” que aparta a la Iglesia de su “verdadera” misión: la salvación de las almas. Como si preocuparse por el cambio climático o por los derechos humanos fuera incompatible con el mensaje de Cristo. Como si Jesucristo no hubiera multiplicado panes, sanado cuerpos, denunciado injusticias y abrazado a los excluidos. Como si el Reino de Dios no empezara aquí, ahora, en la dignidad de cada vida concreta.
Sanz Montes encarna una corriente dentro de la jerarquía eclesiástica que ha renunciado a la misericordia en favor del miedo, que ha cambiado el pan por alambradas y el mensaje de las bienaventuranzas por la retórica del enemigo interior. Y lo hace desde un púlpito que no debería estar al servicio de ideologías reaccionarias, sino del consuelo, de la acogida y de la esperanza.
Resulta obsceno que quien representa a una institución con décadas de escándalos por encubrimiento de abusos —que él intenta minimizar, diciendo que “apenas superan el 0,2%”— tenga la osadía de dar lecciones sobre quién es deseable y quién no. Como si los abusadores no hubieran estado dentro de su propia casa. Como si no hubiera víctimas esperando justicia, dentro y fuera de la Iglesia.
Pero lo más grave no es su opinión. Lo más grave es el daño que hace. Porque cuando un arzobispo habla así, legitima al racista, al intolerante, al que ya está buscando una excusa para cerrar la puerta. Lo más grave es que habla con sotana, pero piensa con uniforme. Y eso, en un país que se dice democrático, que presume de derechos humanos y que aspira a ser decente, no se puede tolerar sin levantar la voz.
Porque no, monseñor, no es el mundo el que ha perdido el foco. Es usted. Y si el Evangelio sirve para cerrar fronteras, levantar sospechas y sembrar odio, entonces es que alguien lo está leyendo al revés.