Por mucho que algunos lo retraten como un bufón impredecible, un excéntrico peligroso o simplemente un lunático, Donald Trump no está loco. Como bien analiza Enrique Barrera en su reciente artículo publicado en Galicia Ártabra, Trump no es un accidente ni una anomalía: es la expresión más ruidosa —y a veces grotesca— de un proceso profundo que está redefiniendo el mundo y desmantelando las democracias tal como las conocíamos.
Trump no es un inicio, sino un síntoma. Una pieza de un engranaje mucho más amplio que se puso en marcha hace décadas. Desde los años ochenta del siglo pasado, las clases sociales empobrecidas han sido progresivamente desposeídas. Y lo más sorprendente es que, durante mucho tiempo, aceptaron ese despojo. ¿Por qué? Porque los sistemas de legitimación democrática —la promesa de progreso, la ficción del ascenso social, el voto como vía de cambio— funcionaban. Pero hoy, la concentración de la riqueza ha alcanzado niveles tan extremos que ya no es compatible con la democracia representativa ni con el debate social transparente.
Este diagnóstico, que podría parecer marxista, lo suscribe alguien tan alejado de la izquierda como Martin Wolf, columnista jefe de economía del Financial Times, en su libro La crisis del capitalismo democrático (Deusto, 2023). Wolf explica cómo el capitalismo ha dejado de necesitar las formas democráticas, y cómo éstas se convierten en obstáculos para la continuidad del modelo económico actual. En ese contexto, Trump no desentona: actúa como el emisario de una nueva etapa en la que el capital ya no necesita siquiera mantener las apariencias.
Además, Trump representa un momento clave dentro de un proceso de desglobalización y proteccionismo que no empezó con él. Desde 2009, se han registrado casi 59.000 medidas restrictivas del comercio en todo el mundo, según el Global Trade Alert. Ya Obama fue tachado de “proteccionista” por The Wall Street Journal. Biden no sólo no revirtió las medidas proteccionistas de Trump, sino que en muchos casos las mantuvo o incluso las intensificó, especialmente frente a China. Algunos analistas lo bautizaron como el artífice de un “proteccionismo cortés”, una versión suavizada del trumpismo económico, pero con el mismo objetivo: blindar el mercado estadounidense.
Entonces, ¿qué hace diferente a Trump? Sobre todo, el ruido. El teatro. El show. Cuando anuncia aranceles incluso contra territorios irrelevantes en términos comerciales o contra países con los que apenas hay relación económica, no está definiendo una nueva política comercial. Está enviando un mensaje: Estados Unidos va a relacionarse con el mundo desde una nueva lógica imperial, agresiva, desinhibida. Y el uso del término “arancel universal” no parece casual en un contexto en el que las grandes tecnológicas están explorando cómo convertir el espacio exterior en el nuevo territorio de extracción y explotación.
Pero lo más alarmante no es su política exterior ni su retórica nacionalista. Lo más preocupante es cómo Trump, como representante del nuevo orden económico, está exonerando al capital de sus responsabilidades frente al cambio climático y la desigualdad. Mientras se burlaba del calentamiento global y desmantelaba regulaciones medioambientales, las grandes corporaciones no sólo callaban: muchas aplaudían. Las mismas que hablaban hasta hace poco de “capitalismo responsable” y “sostenibilidad” se deshicieron en pocos días de sus programas de diversidad, inclusión o inversión ecológica. Bastó que Trump alzara la voz para que el supuesto compromiso empresarial con el planeta se esfumara como humo.
Aquí está la verdadera clave: Trump no actúa solo, ni en contra del sistema. Actúa en nombre del sistema, pero sin disfraces. Dice lo que otros ocultan. Ejecuta, con estrépito, lo que otros aplican con sutileza. Incluso sus gestos más agresivos —como cuando se retiró de acuerdos internacionales o saboteó políticas sociales— no son una excepción, sino la norma desnuda del modelo que busca sobrevivir al colapso de su legitimidad.
Finalmente, no es posible entender el trumpismo sin ver cómo se entrelaza con la decadencia del imperio estadounidense. Lo que está ocurriendo es una transición de poder global: Estados Unidos ya no puede sostener su hegemonía endeudándose eternamente. Las guerras comerciales, la militarización del comercio, los sabotajes energéticos como el del Nord Stream (del que se responsabiliza a Biden), todo indica un intento desesperado de sostener una posición imperial que se desmorona. Trump simplemente lo hace a gritos.
Por eso, como bien señala Enrique Barrera, no tiene sentido pensar que Trump es un loco. No es un desvarío individual, sino la expresión extrema de un nuevo orden. Un mundo en el que el capital ya no necesita consensos, ni ficciones democráticas, ni verdades incómodas. Un mundo que ha dejado de ocultar su rostro.