Hay textos que revelan más sobre el corazón de quien los escribe que sobre aquello que pretenden defender. El artículo del sacerdote José Luis Aberasturi, publicado el 3 de abril de 2025 en InfoCatólica, bajo el título “Un solo Dios…, una sola Iglesia”, es una de esas piezas en las que el celo mal orientado se convierte en una peligrosa ideología: un monólogo envenenado que ofende la inteligencia, hiere la caridad y traiciona el verdadero espíritu del Evangelio.
Aberasturi se parapeta en la afirmación clásica de que Cristo es el único Salvador y que la Iglesia es su Cuerpo Místico, para desde ahí lanzar una ofensiva contra todo lo que huela a diálogo interreligioso, ecumenismo, o sencillamente apertura. Pero lo que podría haber sido una defensa legítima de la unicidad de Cristo y de la misión eclesial, se convierte rápidamente en un panfleto excluyente, impregnado de desprecio por todo lo que no encaje en su estrecha visión del catolicismo.
El tono de superioridad con el que se expresa no solo incomoda; escandaliza. Afirmar que “fuera de la Iglesia no hay salvación” sin hacer referencia a cómo esta expresión fue profundamente matizada por el Magisterio —desde Lumen Gentium hasta el Catecismo actual (n. 847)— es teológicamente irresponsable. Más aún, decir que el destino eterno de quienes nunca conocieron a Cristo “no es nuestro problema”, es una muestra descarnada de desprecio pastoral, una claudicación del amor cristiano, una burla al mandato misionero y una traición al corazón misericordioso de Dios.
El desprecio por el Concilio Vaticano II es uno de los ejes del texto. Aberasturi no se limita a cuestionar interpretaciones concretas del Concilio, como lo haría cualquier teólogo serio. Lo ataca de raíz, como si los documentos conciliares fueran una infiltración herética en el cuerpo de la Iglesia. Arremete contra el reconocimiento de elementos de verdad y santidad en otras religiones (LG 16, NA 2), ridiculiza la noción de “hermanos separados”, e incluso considera absurdo reconocer la validez de ciertos sacramentos fuera de la Iglesia católica, ignorando siglos de teología sacramental que reconocen, por ejemplo, el bautismo como válido si se administra correctamente, incluso fuera de la comunión visible.
La ironía más grosera llega cuando se burla de la frase “Dios ha querido la diversidad de religiones”, afirmación interpretada maliciosamente fuera de su contexto (Abu Dabi, 2019), donde el Papa Francisco y el Gran Imán no negaban la unicidad de la Verdad revelada en Cristo, sino reconocían que Dios permite —no que aprueba positivamente— la existencia de distintas religiones en el marco de su providencia misteriosa. Para Aberasturi, esto no es más que “pastillas de goma”. Pero lo que para él es una broma, para otros es un intento sincero de paz, de comprensión y de respeto mutuo entre pueblos, sin renunciar jamás a la misión de evangelizar.
El artículo también evidencia un desprecio profundo por la razón teológica. Su apelación a las matemáticas —“3 + 3 = 5 no es válido, tampoco pueden serlo las otras religiones”— revela una visión mecánica, simplista, absolutamente inadecuada para tratar los misterios de la fe. Dios no cabe en una tabla de sumar. Si algo ha demostrado la revelación cristiana es que la lógica de Dios no es la lógica humana: la salvación se ofrece a través de lo paradojal, de lo inesperado, de lo escandaloso —como el mismo Cristo crucificado.
Lo más grave es que Aberasturi no es un laico cualquiera compartiendo opiniones personales. Es un presbítero. Y cuando un sacerdote habla desde un púlpito mediático con ese nivel de dureza, soberbia y rechazo, no solo hiere a los “otros”, sino que desfigura el rostro de la Iglesia ante el mundo. El verdadero escándalo no es el ecumenismo, sino este tipo de discursos que convierten la fe en un arma, el dogma en garrote, y la identidad católica en una trinchera de guerra cultural.
Su crítica a los últimos papas, a la jerarquía, y al cuerpo eclesial —escondida bajo vagas referencias al “desmantelamiento de lo católico”— no es otra cosa que una acusación velada de traición. Según su narrativa, la Iglesia se habría alejado de la Verdad desde el Concilio, y ahora solo quedarían unos pocos “puros” resistiendo. Pero esa no es la voz del Buen Pastor: es la voz del fariseo que, de pie en el templo, da gracias por no ser como los demás. Es la voz del hermano mayor que no soporta ver al Padre abrazar al hijo pródigo. Es la voz de quienes se creen guardianes de la ortodoxia, pero olvidan que la Verdad sin Caridad es violencia espiritual.
Aberasturi no defiende la Iglesia: defiende su idea de Iglesia. Una que excluye, condena, y se regodea en la seguridad de unos pocos elegidos, ignorando que el mismo Cristo fue crucificado por escandalizar a los guardianes de la pureza religiosa de su tiempo.
Quien desee evangelizar de verdad, debe aprender a mirar al otro con los ojos de Cristo, no con la lupa del inquisidor. Porque si el Cuerpo de Cristo hoy sangra, no es por culpa del diálogo interreligioso ni del ecumenismo, sino por el odio que se disfraza de ortodoxia, por la cerrazón que se disfraza de fidelidad, y por los pastores que han olvidado que fueron ungidos para sanar, no para herir.
Si a Aberasturi le resulta tan escandalosa la amplitud de la misericordia de Dios, quizá deba preguntarse si es Él a quien está adorando, o solo una caricatura endurecida de sus propias seguridades.