El artículo del arzobispo Jesús Sanz Montes, publicado en InfoCatólica, es una pieza más dentro del esfuerzo por revestir de espiritualidad lo que en el fondo es una defensa del relato franquista de la historia reciente de España. Bajo una aparente apelación a la reconciliación, se esconde una narrativa cuidadosamente construida que blanquea el origen político del Valle de los Caídos y convierte la Cruz en un símbolo neutral y reconciliador, cuando históricamente ha sido todo lo contrario.
Decir que la gigantesca cruz que corona el monumento no responde a “ninguna sigla política” ni “ideología alguna” es una afirmación que ofende la inteligencia de cualquier lector mínimamente informado. El Valle de los Caídos fue una obra concebida por un régimen dictatorial, levantado con mano de obra forzada, donde durante décadas solo se honró oficialmente a los caídos del bando franquista. El hecho de que años después se permitiera el enterramiento de víctimas del otro bando no borra el carácter propagandístico y excluyente de su fundación.
El arzobispo acusa a quienes defienden la recuperación de la memoria histórica de querer “utilizar a los muertos para ganar batallas perdidas”, como si el ejercicio de recordar con justicia a las víctimas del franquismo fuera un acto de revancha y no de reparación. La descalificación moral hacia quienes se esfuerzan en sacar a la luz los crímenes del pasado resulta profundamente irresponsable, más aun viniendo de una autoridad eclesiástica. No es reconciliación lo que se ofrece, sino silencio. Y no hay verdadera paz sin verdad.
Sanz Montes habla de “insidia” y de “cortinas de humo” para desviar la atención de problemas actuales, pero es él quien desvía la atención al usar un discurso religioso para blindar un símbolo político. La crítica a la “memoria democrática” como “resentimiento” no solo trivializa el dolor de miles de familias, sino que perpetúa una visión de la historia donde solo hay lugar para una versión: la del vencedor que ahora quiere presentarse como víctima.
La apelación final al Salmo 85, como si justicia y paz se dieran mágicamente por el canto de los monjes, resulta poética pero vacía si no se acompaña de un compromiso con la verdad histórica y con la dignidad de todas las víctimas. Esa justicia no se canta: se construye.
Además, no se puede ignorar el tono y las insinuaciones políticas que recorren el texto de principio a fin. Bajo la denuncia de un supuesto laicismo agresivo, Sanz Montes desliza todo un argumentario afín a una cierta derecha que ha hecho del victimismo religioso y del desprecio a la memoria histórica su bandera. Sin nombrarlo directamente, su discurso se alinea con el imaginario de Vox: denuncia de una democracia corrompida, apelación a un pasado glorioso, defensa de “la España de siempre” y una cruz que, lejos de unir, se convierte en frontera ideológica.
Este no es un desliz aislado. El propio arzobispo ya protagonizó titulares al insinuar con crudeza que el Papa Francisco padecía una enfermedad “terminal”, en lo que más parecía un gesto de distanciamiento político que una expresión de compasión fraterna. No es un secreto su sintonía con sectores ultraconservadores dentro de la Iglesia, abiertamente críticos con las reformas del pontífice y nostálgicos de una Iglesia más aliada con el poder que con el Evangelio.
Quienes hoy piden justicia para las víctimas de la dictadura no buscan reabrir heridas, sino cerrarlas de verdad. Porque solo se cierran cuando se nombran, cuando se reconocen, cuando se honra a quienes fueron silenciados. Pedir eso no es atacar la Cruz, es impedir que se utilice como escudo para perpetuar una memoria manipulada. El verdadero escándalo no es que se discuta el simbolismo del Valle de los Caídos, sino que aún hoy haya quien pretenda presentar ese monumento como una expresión pura de fe y reconciliación.
La Iglesia española tiene una oportunidad histórica para colocarse del lado de la verdad, aunque duela, y no del lado de los que siguen justificando un pasado injustificable. El Evangelio habla de justicia, de memoria, de verdad y de perdón. Pero el perdón no se impone; se ofrece cuando hay reconocimiento. No puede haber paz sin justicia ni justicia sin memoria.
Lo que el arzobispo llama reconciliación es, en realidad, resignación a una historia impuesta. Y lo que presenta como neutralidad religiosa es, más bien, una resistencia a la pluralidad democrática. La cruz no puede ser utilizada como coartada ideológica para blindar privilegios ni para callar el dolor de quienes aún esperan justicia. Si la misericordia y la fidelidad se encuentran, como dice el salmo, será solo cuando la Iglesia abrace todas las memorias, no solo la que conviene.
En lugar de promover un espacio de diálogo y comprensión, la defensa de una interpretación oficial de la historia que ignora las víctimas del otro bando solo alimenta el resentimiento. La Iglesia tiene la oportunidad de ser un faro de luz y verdad, pero al alinearse con una visión que minimiza el sufrimiento de muchas familias afectadas por el franquismo, pierde credibilidad entre quienes buscan justicia y reparación. Esto no solo afecta la relación con las víctimas, sino que también erosiona la confianza de una parte significativa de la sociedad que demanda una visión más inclusiva y reparadora de la historia.
El daño a la Iglesia también se ve reflejado en la polarización ideológica que surge cuando figuras eclesiásticas se alinean con posturas conservadoras y excluyentes. En lugar de ser un puente entre diferentes perspectivas, la Iglesia, a través de sus representantes, termina siendo vista como una institución al servicio de un sector político determinado. La constante vinculación entre la jerarquía eclesiástica y partidos de la derecha, como lo ha insinuado en diversas ocasiones Sanz Montes, daña la imagen de la Iglesia como un cuerpo universal y espiritual que debe trascender las ideologías terrenales.
El principal daño es que la Iglesia se aleja de su misión evangelizadora y reconciliadora. El Papa Francisco ha sido claro en sus esfuerzos por promover una Iglesia cercana a las personas, sin prejuicios ni ideologías. Actitudes como las de Sanz Montes, que insisten en una visión rígida y politizada de la fe, van en contra de este mandato. La Iglesia debe ser el espacio donde la verdad, el perdón y la justicia se encuentren, no donde se sigan levantando muros de división en nombre de una interpretación histórica que no refleja el verdadero mensaje cristiano.
Al final, el mayor daño que se causa a la Iglesia es el distanciamiento de los fieles, especialmente aquellos que anhelan una Iglesia inclusiva y comprometida con la paz y la justicia social.