Con motivo del vigésimo aniversario del fallecimiento de san Juan Pablo II, el cardenal Antonio María Rouco Varela ha ofrecido una extensa entrevista en la que, no sin una carga evidente de idealización, reivindica el pontificado del papa polaco como una suerte de restauración providencial frente a lo que describe como un periodo de crisis eclesial y antropológica desatada tras el Concilio Vaticano II y sus consecuencias culturales, particularmente desde 1968. Sin embargo, el relato que construye Rouco —aparentemente doctrinalmente coherente y espiritualmente fervoroso— oculta, o mejor dicho, blanquea, un proceso eclesial que no puede entenderse sin hacer un serio ejercicio crítico sobre sus implicaciones para la libertad teológica, la evolución del pensamiento eclesial, y el empobrecimiento del diálogo entre la Iglesia y la sociedad contemporánea.
El cardenal se refiere insistentemente a los años posteriores al Vaticano II como una «gran crisis» que afectó la vida religiosa, el sacerdocio, e incluso a los laicos. Atribuye este fenómeno no solo a un cuestionamiento de la autoridad, sino a una «crisis antropológica», conectada con el espíritu del 68. Esta lectura, sin embargo, parte de una premisa profundamente ideológica: la asociación entre renovación teológica y decadencia moral. Lo que para muchos fue un despertar de las conciencias, una apertura del cristianismo al mundo moderno, la búsqueda de nuevas formas de vivir la fe en contextos culturales cambiantes, se presenta aquí como un desorden que solo podía ser corregido con un retorno a la firmeza doctrinal. Este diagnóstico es problemático no solo porque ignora los frutos reales del Concilio —como el ecumenismo, la colegialidad, la inculturación, la liturgia renovada o el protagonismo de los laicos—, sino porque reduce la historia eclesial a una narrativa binaria de fidelidad versus caos. Rouco, como otros representantes del ala más conservadora del episcopado, ha optado sistemáticamente por leer la historia reciente de la Iglesia como una desviación corregida por la firmeza restauradora de Juan Pablo II. Pero esta visión olvida o silencia el hecho de que la vitalidad teológica y pastoral de muchas iglesias locales fue sofocada en nombre de una uniformidad doctrinal impuesta desde Roma.
El pontificado de Juan Pablo II, con el entonces cardenal Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue testigo de uno de los periodos más férreos de control magisterial sobre la teología contemporánea. La “confirmación en la fe” de la que habla Rouco implicó también la marginación o el silenciamiento de numerosas voces teológicas que trabajaban precisamente por pensar la fe desde contextos concretos: los pobres, las mujeres, los pueblos del Sur global, las víctimas de las estructuras de poder. Los casos de Hans Küng, Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino, Ivone Gebara, entre otros, no son episodios marginales sino síntomas de un modelo de Iglesia que, en nombre de la ortodoxia, desautorizó las posibilidades de una teología encarnada y comprometida. El mensaje fue claro: se podía pensar, pero solo dentro de los límites trazados por Roma. Este modelo tuvo como consecuencia no una “revitalización eclesial”, como afirma Rouco, sino un endurecimiento institucional que desmotivó la creatividad teológica y favoreció una cultura de la sospecha dentro del propio seno eclesial.
Rouco insiste en que el legado de Juan Pablo II radica en haber devuelto a la Iglesia española el «orgullo de su historia católica» y el «impulso misionero». Sin embargo, conviene preguntarse qué tipo de evangelización promovió este modelo. En buena medida, se trató de una evangelización entendida como reafirmación cultural, como recuperación de una hegemonía socioreligiosa perdida, no como diálogo profundo con una sociedad plural y secularizada. La Jornada Mundial de la Juventud de 1989 en Santiago de Compostela —tan celebrada por el cardenal— es un buen ejemplo: masiva, emocional, pero poco articulada en cuanto a proyectos de inserción duradera de los jóvenes en comunidades vivas y comprometidas con su entorno. Se trató de un evento, no de un proceso. Una fiesta de adhesión, no necesariamente un camino de maduración cristiana.
Uno de los aspectos más reveladores del pensamiento de Rouco es su posición respecto al papel de la mujer en la Iglesia. Frente a los debates actuales sobre el diaconado femenino o el acceso de las mujeres a ministerios ordenados, el cardenal responde que “las respuestas ya están dadas”. Esta afirmación no solo desconoce el dinamismo propio del sensus fidei del Pueblo de Dios, sino que revela una concepción absolutamente cerrada del desarrollo doctrinal. Para él, el magisterio no dialoga con la historia ni con las voces de quienes han sido históricamente excluidos: simplemente dicta. La lectura literalista de documentos como Mulieris Dignitatem o Pastores Dabo Vobis demuestra una resistencia sistemática a la posibilidad de que el Espíritu siga hablando en y a través de la experiencia creyente de las mujeres. Así, la teología del cuerpo propuesta por Juan Pablo II, lejos de abrir posibilidades, fue utilizada como argumento para perpetuar una estructura patriarcal y excluyente, fuertemente idealizada en sus formas simbólicas y retóricas, pero ineficaz para responder a las verdaderas preguntas sobre justicia e inclusión en la Iglesia.
Tal vez uno de los aspectos más problemáticos del legado de Rouco Varela como figura pública es la enorme distancia entre sus discursos sobre la radicalidad del Evangelio y su estilo de vida como alto prelado. Su residencia en un ático de lujo en el centro de Madrid no es un detalle anecdótico: representa la imagen de una Iglesia jerárquica desvinculada de las condiciones reales del pueblo. Mientras se predicaba la renuncia, se vivía en el confort. Mientras se hablaba de “dar la vida por el Señor”, se consolidaban redes de poder clerical impermeables al cambio. El testimonio evangélico, sin una praxis coherente, se vacía de contenido. Y el clericalismo, lejos de ser corregido, fue reforzado bajo su liderazgo. La autoridad eclesial se mantuvo como un ámbito reservado, vertical, marcado por el control, más que por la sinodalidad que hoy se reclama desde otros sectores de la Iglesia.
El problema no radica en recordar a Juan Pablo II ni en valorar aspectos positivos de su pontificado, como su denuncia del comunismo totalitario o su apuesta por la dignidad del ser humano frente a ciertas derivas tecnocráticas. El problema es hacerlo desde una mirada acrítica, triunfalista y desmemoriada que pretende cerrar toda posibilidad de evolución eclesial. Las palabras de Rouco no son solo la opinión de un arzobispo emérito. Son el reflejo de una visión de Iglesia que sigue teniendo peso, pero que cada vez resulta más insuficiente para responder a los desafíos contemporáneos. La fidelidad al Evangelio no exige repetir fórmulas del pasado, sino discernir los signos de los tiempos. Y eso implica también revisar críticamente las sombras del pasado reciente, por incómodas que sean, como la exclusión sistemática del sacerdocio femenino: una herida abierta que impide a la Iglesia vivir en plena comunión y justicia.
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