El texto firmado por Héctor Aguer en INFOCATOLICA, el Arzobispo Emérito de La Plata, intenta presentar una visión trascendental de la mujer y una crítica al movimiento feminista del siglo XX. Sin embargo, detrás de su tono solemne y su estructura doctrinal, el discurso encierra múltiples problemáticas: desde un esencialismo rígido hasta una visión profundamente reduccionista del rol femenino en la sociedad contemporánea. Esta crítica busca examinar, con profundidad y rigor, los supuestos teológicos, históricos y sociales del texto.
Desde las primeras líneas se establece un marco simbólico que sitúa a la mujer en una dimensión teológica absoluta: “Ella es la Mujer, la Nueva Eva, Madre de los vivientes redimidos por el Sacrificio de la Cruz”. Esta declaración, envuelta en lenguaje sacralizante, encierra un esencialismo religioso que fija una única y definitiva identidad para la mujer. Es decir, la mujer no es una persona con libre autodeterminación, sino un arquetipo ideal que responde a una función espiritual y biológica. En este marco, lo que no encaje con esa figura —la “Nueva Eva”, madre, redentora pasiva— es desviado de la norma.
Esta visión es peligrosa porque niega la diversidad de experiencias, pensamientos y aspiraciones de las mujeres reales. El texto no habla de mujeres, sino de “La Mujer”, en mayúscula, como una entidad abstracta, única, monolítica, sin historia ni contradicciones. Esto es, en última instancia, una forma de borramiento de la pluralidad femenina. Además, al definir a la mujer por su capacidad de ser madre y esposa, Aguer omite deliberadamente otros roles que las mujeres han asumido —y siguen asumiendo— en el mundo: científicas, líderes, artistas, obreras, luchadoras sociales, etc.
La crítica al feminismo, que ocupa el núcleo del texto, está construida sobre una lectura selectiva y sesgada. Aguer reconoce que el feminismo surge como reacción a la “preponderancia por momentos abusiva del hombre”, lo cual parece una admisión honesta. Sin embargo, inmediatamente descalifica el movimiento por su “carácter reivindicatorio” y su supuesto desprecio por el “equilibrio original”. Esta postura es, cuando menos, contradictoria: ¿cómo puede un movimiento social buscar justicia sin reivindicar derechos? ¿No es, acaso, la lucha por derechos humanos —incluidos los de la mujer— una expresión legítima de dignidad y libertad?
El “equilibrio original” al que se refiere Aguer, basado en la escena edénica de Adán y Eva, es un recurso mitológico que pretende anclar una estructura patriarcal en un supuesto orden natural y divino. Pero la historia humana, incluyendo la evolución de las relaciones de género, no puede leerse a través del prisma de una narrativa religiosa estática. Los avances en derechos, como el divorcio legal, la planificación familiar o la equidad laboral, no son “falsas soluciones”, sino conquistas sociales que permiten a las personas —no solo a las mujeres— vivir con mayor autonomía y justicia.
Llama la atención la forma en que Aguer vincula el feminismo con la “descomposición de la familia”. Esta asociación ha sido recurrente en discursos conservadores: se acusa al feminismo de erosionar los valores tradicionales, cuando en realidad lo que hace es cuestionar estructuras de poder desiguales dentro del hogar y la sociedad. La defensa a ultranza de la familia como institución inmutable ignora que muchas familias tradicionales han sido, y son, espacios de opresión, violencia o silenciamiento para las mujeres.
Por otro lado, el texto no se detiene a analizar las múltiples corrientes dentro del feminismo. Habla del movimiento como si fuera una sola cosa, sin matices ni debates internos. Ignora el feminismo liberal, el radical, el comunitario, el decolonial, el afrodescendiente, el indígena, el socialista, el ecofeminismo, entre otros. Al hacerlo, lo reduce a una caricatura fácil de rechazar.
Finalmente, es importante subrayar que esta visión clerical no es nueva ni aislada. Forma parte de una larga tradición eclesiástica que ha buscado moldear el cuerpo, la conducta y la vida de las mujeres bajo mandatos morales definidos por hombres. En lugar de dialogar con las luchas feministas contemporáneas —que, entre otras cosas, han permitido que muchas mujeres puedan vivir con dignidad y seguridad—, el texto de Aguer adopta una postura de condena, anclada en dogmas y temores a lo que no puede controlar.
En resumen, el discurso de Héctor Aguer representa una visión nostálgica, reduccionista y anacrónica de la mujer. En lugar de proponer una reflexión abierta sobre las transformaciones sociales, se refugia en una concepción sacralizada que impone a las mujeres un único rol: el de ser “madres redentoras”. Frente a ello, el feminismo —con todas sus imperfecciones y tensiones internas— sigue siendo una apuesta por la libertad, la igualdad y la pluralidad de voces que desean construir un mundo más justo.