En la encrucijada de un mundo fracturado por tensiones globales, el ascenso de líderes que priorizan la hegemonía por encima de la cooperación se convierte en una señal de los tiempos. En este panorama, la figura de Donald Trump ha encarnado, más que ningún otro, el símbolo del poder unilateral que se impone por la fuerza y desprecia cualquier forma de gobernanza global compartida. Esta visión del poder se distancia de toda ética colectiva y se acerca peligrosamente a lo que el teólogo Xabier Pikaza identifica como una lectura apocalíptica del presente: no como un fin mítico del mundo, sino como el desvelamiento de lo que somos capaces de destruir.
Desde su primera administración, Trump impulsó una ruptura sistemática con el multilateralismo. En lugar de liderar un mundo cooperativo, impuso aranceles a aliados y enemigos por igual, se retiró de tratados clave como el Acuerdo de París sobre el cambio climático, y vació de sentido organismos de la ONU dedicados a la paz, el desarrollo y la justicia ambiental. Estos actos no fueron simples decisiones políticas: fueron golpes directos a los pilares de un orden mundial que aún intentaba salvarse del colapso ecológico y humanitario.
El abandono del Acuerdo de París, en particular, marcó un antes y un después. El pacto internacional buscaba frenar el aumento de la temperatura global a 1,5ºC sobre los niveles preindustriales antes de 2030. Sin embargo, esta meta ya ha sido superada, y la posibilidad de mantener el calentamiento por debajo de los 2ºC se vuelve cada vez más remota. Este tipo de decisiones políticas tiene consecuencias concretas: incendios forestales, huracanes más intensos, sequías devastadoras, hambre y desplazamientos masivos.
Pero quizá donde más se ha evidenciado el rostro cruel del poder ha sido en las políticas humanitarias. Bajo la retórica de “América primero”, Trump cortó ayudas esenciales como la USAID, afectando severamente programas de nutrición y salud en África y Asia. El retiro del apoyo alimentario en países como Bangladesh generó consecuencias directas: niños hambrientos, comunidades enteras al borde del colapso. El voto en solitario contra una resolución de la ONU para combatir el hambre mundial fue una muestra clara del desprecio por la vida ajena cuando no sirve a los intereses estratégicos de Estados Unidos.
En este marco, Pikaza propone leer el Apocalipsis no como profecía fatalista, sino como juicio y revelación. En su visión, el Apocalipsis bíblico es una denuncia contra los imperios que asesinan, contaminan y oprimen. No se trata de anticipar un fin inevitable, sino de abrir los ojos ante la lógica de destrucción que se ha infiltrado en las estructuras de poder. Trump, bajo esta lectura, no es un Anticristo simbólico, pero sí representa ese “ángel malo de la muerte”, como figura del poder que consume todo a su paso, incluyendo la justicia, la verdad y la vida.
El caso de Palestina es otro capítulo oscuro. El apoyo incondicional de Trump a las acciones militares de Israel en Gaza, incluso cuando se documentan miles de muertes de niños, se inscribe en una política que deshumaniza al otro. La diplomacia, en su visión, no es un canal para la paz, sino una excusa para imponer condiciones, con un revólver siempre presente sobre la mesa. El contraste en su tono según el poder del interlocutor —autoritario con los débiles, sumiso ante los fuertes— muestra una estrategia basada en la fuerza, no en la razón.
Internamente, la destrucción del tejido democrático también ha sido evidente. La clausura del Departamento de Educación, los recortes a la salud pública, a la investigación científica, y el intento de gobernar por decreto, muestran un desprecio por el estado de derecho. El manejo brutal de la migración —con detenciones masivas, deportaciones violentas y traslados a centros de detención infames como Guantánamo— expone una ideología que ve al ser humano como amenaza antes que como persona.
Según Pikaza, el Apocalipsis verdadero no es una guerra final ni un cataclismo cósmico: es la opción de la humanidad de destruir su futuro a manos de quienes convierten el poder en instrumento de muerte. Lo apocalíptico no es lo inevitable, sino lo denunciado. Trump representa esa posibilidad oscura. No es solo un líder autoritario: es el síntoma de una civilización al borde del colapso moral.
Si algo nos enseña el Apocalipsis bíblico, es que hay resistencia posible: los mártires, los justos, los que no se postran ante la bestia. En nuestro tiempo, serán los pueblos, los científicos, los educadores, los defensores de los derechos humanos, quienes mantendrán viva la esperanza. Pero para ello, es necesario ver con claridad: el peligro no viene del cielo, sino de la tierra, de los ángeles caídos con poder en sus manos.