La Iglesia que apedrea a sus profetas: la cruz que cargó José María Castillo

La Iglesia que apedrea a sus profetas: la cruz que cargó José María Castillo

José María Castillo fue, durante más de cincuenta años, un hombre fiel a la Iglesia. Jesuita, doctor en Teología Dogmática por la Gregoriana de Roma, profesor, autor de más de treinta libros y cientos de artículos, fue un teólogo incansable, comprometido no con el poder, sino con el Evangelio. Su vida estuvo dedicada a abrir las puertas de una teología cercana, encarnada, libre, hecha para el pueblo. Y por ello fue perseguido. Porque hay algo que la jerarquía eclesial no perdona: que un hombre libre piense, escriba y enseñe sin pedir permiso, sin doblar la rodilla ante los despachos del Vaticano.

Castillo fue víctima de uno de los aparatos más oscuros y despiadados de la Iglesia contemporánea: la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo la prefectura del cardenal Joseph Ratzinger. En 1988, sin juicio, sin derecho a defensa, sin ni siquiera una explicación, se le retiró la venia docendi y fue destituido como profesor en la Facultad de Teología de Granada. El castigo fue ejemplarizante. Fue una purga. Como tantas otras que se vivieron bajo el largo y férreo pontificado de Juan Pablo II, con Ratzinger como su gran inquisidor. A Castillo le hicieron pagar su teología comprometida con los pobres, su lectura evangélica que no pasaba por la obediencia ciega, su apuesta por una Iglesia que no excluyera a los que dudan, ni marginara a los que sufren.

Y es que, a pesar de proclamarse madre y maestra, la Iglesia institucional ha sido, demasiadas veces, verdugo de sus propios hijos. A los que, como Castillo, han intentado devolverle el alma a una institución cada vez más autorreferencial, clerical y lejana del Evangelio, se le ha condenado al silencio. No se los excomulga –sería demasiado escandaloso–, pero se los neutraliza, se les arranca la voz. Se les deja solos. Y lo más doloroso: sus propias congregaciones, sus hermanos en la fe, les dan la espalda.

A Castillo lo acusaron dos cardenales españoles. Sin pruebas, sin procesos. Porque en esa Iglesia que presume de magisterio, no hay espacio para la disidencia. Ni siquiera para el matiz. En el fondo, le temen más a un profeta que a un hereje. Porque el profeta no quiere romper, quiere despertar. No niega la fe, la reclama. No destruye la Iglesia, la llama a convertirse. Y eso es infinitamente más incómodo.

Pero José María Castillo no se quebró. Siguió escribiendo, enseñando, hablando con libertad. Se le cerraron muchas puertas, pero se le abrieron muchas más en el corazón del pueblo cristiano. Fue invitado a universidades que aún se atrevían a escuchar, como Comillas, la Gregoriana, la UCA de El Salvador. Y, sobre todo, no dejó nunca de creer en la posibilidad de una Iglesia distinta. Una Iglesia no de poder, sino de servicio. No de doctrina fría, sino de vida. No de exclusión, sino de misericordia.

Su “Teología Popular”, publicada hace más de treinta años, fue una bocanada de aire fresco que aún hoy resuena con fuerza renovada. Era y es una teología que habla con palabras humanas del Dios que se hizo carne. Un Dios que no exige sacrificios, sino justicia. Que no pide obediencia ciega, sino compasión. Un Dios que no es propiedad del Vaticano ni de los que se creen dueños de la fe. Esa teología –puesta al día hoy como entonces– sigue siendo una amenaza para quienes usan la religión como escudo del poder.

Años más tarde, ya como Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio tuvo un gesto que vale más que mil documentos: llamó personalmente a Castillo y le dijo que siguiera escribiendo, que rezara por él. Lo recibió, lo escuchó, y él, conmovido hasta las lágrimas, le entregó dos de sus últimos libros: La humanización de Dios y La humanidad de Jesús. En ese gesto se resume toda una historia de fidelidad, dolor y esperanza. Castillo, entonces ya expulsado de su cátedra, despojado de apoyos institucionales, encontraba finalmente una palabra de reconocimiento. Tarde, sí. Pero viva.

¡El daño estaba hecho! El castigo había sido ejecutado. Pero Castillo, como los profetas del Antiguo Testamento, había seguido adelante. Herido, sí. Pero fiel. Libre. Y esa libertad, esa honestidad con la que vivió su vocación teológica, es lo que hoy lo convierte en faro para tantos y tantas que aún sueñan con una Iglesia más parecida a Jesús que al Vaticano. No a la de los oropeles y las condenas, sino a la de los abrazos, los pies lavados, las palabras que sanan.

Porque esta Iglesia que expulsa, margina y silencia a sus mejores voces, no es comunidad: es secta. Una secta cerrada sobre sí misma, que teme al pensamiento, castiga la compasión y desprecia la libertad. Es la sombra del Evangelio. Pero los profetas, como Castillo, son la luz que esa oscuridad no puede apagar. Y por más que los lapiden, siempre habrá uno que se levante y diga: aquí sigue la verdad.

Y no, no son los teólogos como Castillo los que vacían las iglesias. Son ellos, los que se creen dueños de Dios, los que las vacían con su autoritarismo, con su ceguera espiritual, con su desprecio al Evangelio vivido. Cada vez que expulsan a un profeta, cierran una puerta. Cada vez que silencian una conciencia libre, apagan una vela. La Iglesia oficial no es víctima de la secularización: es autora de su propia ruina. La casa de Dios se desmorona por dentro, y son ellos los que la vacían.

Y lo peor es que siguen sin entender. Siguen culpando al mundo, a la modernidad, a los jóvenes, al relativismo, mientras ellos, desde sus tronos dorados, desangran la fe y reducen el mensaje de Jesús a dogmas muertos y normas vacías. No son los ateos los que destruyen la Iglesia: es su soberbia, su cobardía y su hipocresía lo que la desangra. Y cuando ya no quede nadie, aún se preguntarán por qué se fueron todos.

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