El cardenal Stanislaw Dziwisz, otrora sombra y secretario personal de Juan Pablo II, ha revelado con indisimulada devoción que el papa Francisco comenzó a mejorar tras recibir una reliquia con la sangre de su predecesor. Como si de una píldora mágica se tratara, la simple cercanía de la sagrada sustancia habría obrado un prodigio en la salud de Bergoglio, quien sigue recuperándose en Casa Santa Marta. Milagros de la fé, nos dirán algunos. Supersticiones medievales, dirán otros. Un nuevo episodio de marketing eclesiástico, diremos los que no tragamos con ruedas de molino.
Es curioso cómo el catolicismo oficial sigue aferrado a prácticas que ya provocaban incredulidad en los pensadores romanos hace dos mil años. La fascinación por los restos de los santos, los huesos, la sangre coagulada o las telas impregnadas de santidad no es sino la versión cristiana de los amuletos paganos que tanto criticaron los primeros apologetas de la Iglesia. Los teólogos progresistas han debatido largamente sobre la obsesiva fijación de la Iglesia por las reliquias, que no solo desvirtúa el mensaje original del cristianismo, sino que perpetúa una visión mágica de la fe que choca con cualquier intento de modernización.
No es de extrañar que sea precisamente Dziwisz quien promueva semejantes exabruptos teológicos. No olvidemos que este mismo cardenal fue investigado por encubrir abusos sexuales dentro de la Iglesia, una sombra que ensombrece aún más su papel como guardián de la memoria de Juan Pablo II. Al fin y al cabo, fue él quien guardó con celo la memoria de Juan Pablo II y quien pilotó con esmero su fulminante canonización. No importó que Karol Wojtyla hubiese dado la comunón a Augusto Pinochet, un dictador con un historial de torturas y desapariciones que haría enrojecer a cualquier defensor de los derechos humanos. La Iglesia ha demostrado una y otra vez que la política y la santidad pueden convivir sin escrúpulos cuando las circunstancias lo requieren. Y si para ello hay que recurrir a milagros de dudosa credibilidad y reliquias de discutible autenticidad, pues adelante.
En la era de la información y del escepticismo ilustrado, uno podría esperar que la fe encontrase otras vías para sostenerse, lejos del fetichismo macabro de la cristiandad medieval. Sin embargo, seguimos asistiendo a la exposición de sábanas santas, dedos incorruptos y ampollas de sangre que se licuan en momentos oportunos. Y lo peor es que sigue habiendo creyentes que se aferran a estos espectáculos como prueba irrefutable de la divinidad.
El cristianismo primitivo ya fue objeto de burlas por este tipo de prácticas. Los paganos se escandalizaban de que los seguidores de Jesús veneraran los restos de sus mártires con tanto fervor. Ciceró y Plinio el Joven dejaron por escrito su desconcierto ante el culto desmedido a los difuntos y sus objetos personales. Y ahora, dos mil años después, el Vaticano sigue abrazando las mismas tradiciones con la misma seriedad con la que se exigía a los campesinos del siglo XIV creer en la santidad de una muela de San Juan Bautista.
El gran problema de estos discursos es que perpetúan una visión infantil de la religión, en la que los milagros se convierten en sustitutos de la reflexión teológica y en excusas para evitar afrontar los problemas reales. No es que un Papa se cure o no gracias a una reliquia, sino que el mismo relato infantil refuerza la idea de que la intervención divina está reservada para unos pocos elegidos mientras el resto de los mortales debe conformarse con la resignación.
Pero quizás el punto más irónico de todo esto sea el hecho de que un Papa jesuita, perteneciente a una orden caracterizada por su intelectualismo y su escepticismo ante las devociones populares, haya sido la víctima involuntaria de esta anécdota milagrera. Bergoglio podría haber mejorado por los cuidados de sus médicos, por el descanso o por el simple azar. Pero no, mejor atribuir su recuperación a unas gotas de sangre coagulada guardadas en un relicario dorado. La fe mueve montañas, pero también es capaz de mover la razón hacia abismos insospechados.
Quizás, en el fondo, este episodio sea un recordatorio de que la Iglesia sigue atrapada entre la modernidad que le exige una sociedad secular y la nostalgia de su pasado sobrenatural. Un pasado en el que los Papas bendecían tiranos y en el que la santidad podía venderse en pequeños frascos de cristal. Un pasado que, para algunos, sigue siendo más cómodo que el incierto presente de una religión en decadencia.
Y así, entre reliquias y supersticiones, la Iglesia sigue jugando a ser dueña de la verdad. Mientras tanto, en el mundo real, la razón, la justicia y la memoria histórica siguen esperando el milagro que de verdad importa: la desaparición de la hipocresía.