A Su Majestad el Rey Emérito Don Juan Carlos I,
Majestad,
Permítame dirigirme a Su Majestad con el más profundo respeto y admiración, en un momento en que, más que nunca, la reflexión sobre la verdadera naturaleza del liderazgo y el servicio a los demás es necesaria. Mientras se evalúan los logros y los desafíos de su reinado, no puedo evitar hacer una comparación con Santa Isabel de Hungría, cuyo legado nos ofrece valiosas lecciones sobre la verdadera grandeza y el propósito de la realeza.
Santa Isabel no fue una monarca que buscara llenar su vida de riquezas ni ostentar títulos vacíos. A diferencia de otros monarcas que viajaban por el mundo en busca de trofeos, ella encontraba su verdadera riqueza en el servicio al prójimo, dedicando su vida a los más necesitados. Mientras en otras cortes se celebraban grandes cacerías y se coleccionaban recuerdos de tierras lejanas, Santa Isabel se dedicaba a construir hospitales, refugios y escuelas para los más pobres, demostrando que la verdadera nobleza no se mide en tesoros materiales, sino en la capacidad de entregar amor y compasión.
Es difícil imaginar a Santa Isabel recorriendo continentes en busca de elefantes exóticos y lujos, mientras su pueblo sufría las dificultades cotidianas. Sin embargo, la historia parece repetirse. En tiempos más recientes, mientras el mundo se enfrenta a crisis económicas, sociales y políticas, algunos continúan buscando reconocimiento en lugares distantes, alejados de las verdaderas preocupaciones del pueblo. La búsqueda de trofeos, aunque fascinante, no puede compararse con la responsabilidad de enfrentar los problemas internos con humildad y generosidad.
A lo largo de su reinado, Su Majestad ha sido testigo de momentos de gran gloria, pero también de momentos difíciles, en los cuales la verdadera fortaleza no reside en los trofeos que se obtienen, sino en las decisiones que se toman por el bienestar del pueblo. La grandeza de Santa Isabel de Hungría radica precisamente en su capacidad para sacrificarse, para poner en segundo plano sus propios deseos, y para abogar por la paz y el bienestar de aquellos a quienes servía.
Santa Isabel entendió que la realeza no se mide por la acumulación de poder o de riquezas, sino por el legado que se deja en las vidas de los demás. No fue una mujer que viviera para sí misma, sino que dedicó cada día de su vida a los demás. Mientras muchos otros monarcas se sumían en la ostentación y el lujo, ella construía un imperio de caridad, sanidad y educación. ¿Acaso no es esta la lección que más necesitamos en tiempos de crisis? En lugar de buscar riquezas pasajeras, Santa Isabel comprendió que la verdadera riqueza se encuentra en el corazón generoso que ofrece sin esperar nada a cambio.
Majestad, en un mundo que parece obsesionado con lo efímero, la vida de Santa Isabel sigue siendo un faro de inspiración. Nos recuerda que la verdadera grandeza no está en los trofeos que coleccionamos, sino en las vidas que tocamos y en la paz que somos capaces de fomentar. Como Su Majestad bien sabe, el camino del liderazgo verdadero no es siempre el más fácil, pero es, sin duda, el más gratificante. En lugar de cazar trofeos de caza, ¿qué tal si el monarca persigue la caza de la paz, de la generosidad y del entendimiento profundo entre los pueblos? En lugar de añadir más trofeos a una vitrina ya llena, ¿por qué no acumular las joyas del alma: la reconciliación, la justicia, la prosperidad compartida y el bienestar común?
La caza de la paz no es menos desafiante ni menos significativa que la caza de elefantes en tierras lejanas. De hecho, quizás sea aún más compleja y, a la vez, más valiosa. La paz no se consigue con el poder de un ejército ni con la riqueza de un reino, sino con el trabajo constante de tender puentes entre diferentes culturas, de escuchar a los demás y de generar un entorno donde todos puedan prosperar. En esta caza, las presas no son animales, sino conflictos y divisiones humanas que requieren el ejercicio de la empatía, la paciencia y el sacrificio.
Además, la generosidad, esa caza silenciosa pero constante, es también un objetivo digno de perseguir. La generosidad no solo se limita a ofrecer recursos materiales, sino que se extiende a un verdadero interés por el bienestar del otro, un interés que se expresa tanto en actos cotidianos como en decisiones políticas que beneficien a toda la nación. Santa Isabel nos mostró que la grandeza de un monarca no se mide por las riquezas acumuladas, sino por el amor que se extiende hacia los más vulnerables, por la paz que se promueve dentro de las fronteras y por la justicia que se busca para todos.
Es importante recordar que, al final, lo que permanece no es el oro ni los títulos, sino las acciones desinteresadas que hemos realizado por los demás. Santa Isabel de Hungría vivió en un mundo lleno de desafíos, pero su legado perdura porque eligió construir una vida de servicio y sacrificio. Majestad, a través de sus acciones, puede dejar un legado eterno que brille mucho más allá de cualquier poder terrenal. En un mundo de riquezas pasajeras, lo que perdura son los actos de bondad, la compasión y la generosidad. Como Santa Isabel, el verdadero poder radica en la capacidad de dar sin esperar nada a cambio.
Santa Isabel de Hungría, cuya vida estuvo marcada por su dedicación inquebrantable a la paz y la reconciliación, fue declarada santa en 1626 por el Papa Urbano VIII. Hoy, más que nunca, necesitamos intercesores como ella. Santa Isabel no solo es una abogada de la paz en tiempos de guerra, sino también en tiempos de conflicto y división interna. En aquellos territorios y países donde aún persisten las guerras civiles y las luchas internas, su figura sigue siendo un símbolo de esperanza. Que Santa Isabel ruegue por nuestros países y nos consiga la paz que tanto necesitamos, no solo a nivel nacional, sino también a nivel personal y espiritual.
Que su ejemplo continúe guiando a quienes tenen el honor de servir al pueblo, y que su generosidad y fe les inspiren a continuar trabajando por un mundo más justo, pacífico y lleno de amor.
Con el mayor respeto y mis mejores deseos de paz, generosidad y salud para Su Majestad
Un humilde ciudadano.