En el siempre bullicioso panorama del periodismo y la opinión pública, hay figuras que destacan por su lucidez, su profundidad analítica y su capacidad para generar un debate enriquecedor. Luego, está Jorge González Guadalix. Un personaje que, con una pluma afilada pero desprovista de sustancia, ha logrado una hazaña singular: decir poco y, sin embargo, molestar a muchos.
Si se hace un repaso a sus artículos, uno puede notar un patrón reiterativo: una supuesta defensa de la ortodoxia católica que en realidad encubre un tono condescendiente y, en ocasiones, un desprecio evidente por cualquier corriente que no encaje en su reduccionismo doctrinal. No es que sus posturas sean particularmente novedosas o atrevidas; es que están marcadas por una ironía densa y una predisposición casi patológica a la queja. En el universo de González Guadalix, la modernidad es siempre sospechosa, el Papa debería pedirle consejo a él antes de hacer cualquier declaración, y los fieles deberían practicar su fe exactamente como él considera correcto, sin desviaciones ni interpretaciones personales.
Uno de los rasgos más notorios de su discurso es su insistencia en la decadencia del catolicismo moderno. Para González Guadalix, la Iglesia ha perdido el rumbo, los sacerdotes están demasiado ocupados en cuestiones sociales y no lo suficiente en la doctrina, y la liturgia ha sido contaminada por una relajación imperdonable. Según él, lo ideal sería un retorno a las formas del pasado, como si la fe fuera una pieza de museo que solo tiene valor en la medida en que se conserve intacta, sin adaptaciones ni evoluciones.
Ahora bien, no se trata de que la crítica a la Iglesia moderna sea un problema en sí mismo. Toda institución necesita revisión y diálogo constante. Pero el problema con González Guadalix es que su enfoque no busca el diálogo, sino el dogmatismo; no aspira a entender, sino a imponer. Su discurso no invita a la reflexión, sino que exuda una suerte de nostalgia beligerante, una queja constante sobre un mundo que se niega a permanecer en el siglo XIX.
Además, su ironía, lejos de ser una herramienta efectiva para el sarcasmo inteligente, suele caer en lo predecible. Cuando habla de los jóvenes, lo hace con un tono paternalista que deja claro que, en su opinión, la generación actual está perdida. Cuando critica al Papa Francisco, lo hace con una mezcla de desdén y falsa condescendencia que resulta poco disimulada. Y cuando se refiere a la liturgia, su desprecio por cualquier renovación es tan evidente que deja la impresión de que cualquier cambio, por pequeño que sea, es una traición imperdonable a la verdadera fe.
El problema con figuras como González Guadalix no es solo lo que dicen, sino cómo lo dicen. En un mundo donde el diálogo y el debate son esenciales, su estilo fomenta la polarización y el sectarismo. No es un crítico constructivo, sino un predicador del desencanto, alguien que parece disfrutar más encontrando fallos en los demás que proponiendo soluciones. Su visión del catolicismo es excluyente, su retórica es divisiva y su aportación al debate público es, en el mejor de los casos, un ejercicio de nostalgia mal gestionada.
En definitiva, Jorge González Guadalix representa una corriente que, lejos de enriquecer el pensamiento crítico, se limita a reforzar prejuicios y a alimentar un resentimiento estéril. Su discurso no es un llamado a la reflexión, sino una lamentación perpetua por un mundo que ya no existe. Y, en ese sentido, su mayor logro no es iluminar el debate público, sino demostrar, una y otra vez, cómo la crítica sin propuesta se convierte en una simple queja disfrazada de opinión experta.