Hipocresía Consagrada: Capellanes que Bendicen Armas y Condenan el Aborto

Hipocresía Consagrada: Capellanes que Bendicen Armas y Condenan el Aborto

En los campos de batalla, antes de que los soldados entren en combate, es común ver a capellanes rezando y bendiciendo sus armas. Sacerdotes, pastores y otros líderes religiosos invocan la protección divina sobre rifles, misiles y tanques que, minutos después, aniquilarán a decenas, cientos o miles de personas. Estos mismos líderes, con la voz firme de la moral absoluta, se oponen al aborto bajo el argumento de defender la vida. ¿Cómo pueden, sin el más mínimo rastro de vergüenza, bendecir instrumentos de muerte y al mismo tiempo condenar la interrupción del embarazo?

La hipocresía de estos religiosos no es solo evidente, es escandalosa. Justifican la violencia de la guerra con versículos bíblicos, argumentando que hay causas justas para matar. Hablan del «derecho a la defensa» y de «luchar contra el mal», como si el exterminio de personas en un campo de batalla fuera más digno que la decisión de una mujer sobre su propio cuerpo. Sin embargo, cuando se trata del aborto, la compasión desaparece, la misericordia se desvanece y la tolerancia se convierte en fanatismo. De repente, la vida se vuelve sagrada e intocable, siempre y cuando esté en el vientre de una mujer y no en la mira de un rifle bendecido.

Esta contradicción moral deja en evidencia el verdadero propósito de su lucha: no es la vida lo que defienden, sino el control. La religión, usada como herramienta de dominación, impone dogmas selectivos según convenga. ¿Por qué no bendicen hospitales en lugar de fusiles? ¿Por qué no oran por la paz en lugar de legitimar la guerra? La respuesta es clara: porque el poder y la violencia han sido aliados de la fe organizada desde tiempos inmemoriales. No es una cuestión de moralidad, sino de conveniencia política y control ideológico.

Resulta irónico que muchos de estos líderes religiosos critiquen a los Testigos de Jehová por no participar en guerras y los llamen secta, cuando ellos mismos caen en un sectarismo aún más peligroso: el de la manipulación masiva bajo un discurso de falsa justicia. Los Testigos de Jehová, con todas sus controversias, al menos han mantenido coherencia en su postura pacifista y su rechazo a la guerra. Pero los capellanes militares, esos que colocan rosarios sobre cañones y crucifijos sobre bombas, son los verdaderos hipócritas. Predican amor, pero alientan la masacre; hablan de misericordia, pero bendicen la destrucción.

La religión no debería ser un arma de doble filo, pero tristemente, ha sido utilizada para justificar tanto la vida como la muerte según la conveniencia del momento. La verdadera espiritualidad debería buscar la paz, la dignidad y la justicia, no el fanatismo selectivo que condena el derecho de una mujer a decidir, pero aprueba la matanza en nombre de la patria o de Dios.

Si la vida es sagrada, entonces debe serlo en todos los contextos. Si el aborto es condenable porque destruye una vida, entonces la guerra y la violencia también deberían serlo. No se puede bendecir la muerte con una mano y señalar con la otra a quienes toman decisiones sobre su propio cuerpo. Eso no es religión, es hipocresía consagrada. Y los que la perpetúan no son guías espirituales, son mercenarios de la fe, traficantes de dogmas que sirven a los poderosos. No buscan justicia, buscan control. No predican amor, propagan el miedo. La verdadera amenaza para la vida no es el aborto, sino quienes la manipulan con el sello de lo divino para justificar la muerte.

La Iglesia católica, que se presenta como guardiana de la moral, no está exenta de esta hipocresía. Se autoproclama única y verdadera, mientras silencia a teólogos que osan cuestionar su doctrina o proponer reformas. Los casos de censura y excomunión de pensadores disidentes demuestran que su estructura no es más que otra forma de sectarismo con pretensiones universales. Sus dogmas no se debaten, se imponen. Sus jerarcas no dialogan, dictan. No son guías espirituales, sino administradores de una maquinaria de control que, lejos de iluminar, oscurece el pensamiento y esclaviza la conciencia. Si condenan el sectarismo, deberían empezar por mirarse en el espejo.

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