Se arrastra sobre el frío cemento, cubierto con una manta sucia y maloliente que apenas oculta su miseria. Su piel, ajada por el tiempo y la indiferencia, está marcada por heridas que nadie atiende. Su cuerpo es un despojo olvidado en una acera helada, donde cada noche es una batalla perdida. Su estómago vacío, su piel pegada a los huesos, su aliento débil. La vida se le escurre entre los dedos y nadie lo ve, nadie lo oye. Pasa desapercibido como una sombra, como un mueble roto al que ya nadie le presta atención. Solo el viento y la indiferencia le acompañan.
A su alrededor, unas botellas vacías y unas naranjas podridas rodando por el suelo, testigos mudos del abandono. A veces, como si aún quedara en él un resquicio de dignidad, se sienta a la puerta de un supermercado y estira la mano. No habla, no insiste. Ya ha aprendido que la compasión es un bien escaso.
Se le ha ofrecido ayuda, pero la rechaza una y otra vez. Quizá ha perdido la fe en un sistema que lo ha defraudado tantas veces. Tal vez ha llegado a un punto donde prefiere la calle antes que la frialdad de un refugio impersonal. Pero, ¿acaso eso significa que debemos rendirnos? ¿Que debemos cruzarnos de brazos y dejarlo morir en la acera? No es solo su elección, es también nuestra condena como sociedad. ¿De qué sirve tanto incienso si nadie se arrodilla ante el verdadero rostro de Cristo, que es el del mendigo sucio, enfermo y olvidado en la calle? ¿De qué sirve tanta cruz en lo alto de los templos si quienes las llevan en el pecho pasan de largo cuando ven el sufrimiento real?
Hipocresía. Eso es lo que somos. Nos golpeamos el pecho en Semana Santa, pero nos olvidamos del mensaje en cuanto las procesiones terminan. Gastamos millones en mantener tradiciones vacías mientras dejamos que seres humanos se pudran en la acera. Damos más importancia a las túnicas bordadas que a la piel herida del que sufre. Organizamos eventos, pero no soluciones. Nos rasgamos las vestiduras por el fervor, pero no por el hambre.
Y mientras este hombre agoniza en el olvido, los gobiernos malgastan fortunas en armamento. Millones para armas, pero ni un euro para salvar vidas. Mientras hay estómagos vacíos, se fabrican bombas. Mientras hay cuerpos tiritando de frío, se financian ejércitos. Nos están llevando hacia un mundo donde lo que importa no es la vida, sino la guerra, la muerte, la destrucción. Nos bombardean con discursos de patriotismo mientras nuestros propios ciudadanos mueren en la miseria.
Hemos perdido la humanidad. Nos hemos convertido en un sistema podrido que aplasta a los débiles y ensalza la apariencia. Mientras el mendigo se pudre en la acera, el mundo sigue girando, ciego, sordo, indiferente. ¿Hasta cuándo? ¿Cuánta sangre más? ¿Cuántos morirán antes de que despertemos? Nos ahogamos en discursos vacíos, en falsas promesas, mientras la muerte avanza por nuestras calles. Somos cómplices de esta vergüenza. Y lo peor es que no nos importa.