Se va Santiago Cantera,
deja su sombra en el suelo,
tras sus palabras, la guerra,
un eco profundo, sin consuelo.
Un fraile entre libros y gritos,
un hombre de fe, de política enredo,
un lazo entre historia y mito,
pero su paso deja un hueco en el credo.
La Iglesia se sacude, tensa,
con la voz de un cardenal,
que llama al orden, se aprieta,
mientras se cuela la política, fatal.
No es un santo el que se va,
ni un hombre sin contradicciones,
pero su marcha deja en la vida
las cicatrices de sus decisiones.
Cantera, con su mirada fija,
defiende lo que nunca se olvida,
el Valle de los Caídos, la historia antigua,
y los presos, su dolor, su herida.
Dijo que allí se vivía bien,
sin ver que la verdad se quiebra,
pues la memoria en la iglesia está muerta,
y en sus manos, la historia se quema.
Un historiador, antes de ser fraile,
escribe con pluma de filo y acanto,
pero su fe se convierte en aire
de viento político, su encanto.
Joven en su Falange errante,
con ideologías llenas de sombra,
se encuentra entre el deber y lo distante,
y la Iglesia, en su rigor, lo nombra.
La fe no debe ser bandera,
ni lucha de trinchera en altar,
pero Cantera la convierte en guerra,
en el mismo campo de un mismo mar.
Los cardenales le llaman la atención,
le piden soltar la ira y la pasión,
pero él sigue, en su cruzada de verdad,
olvidando que la paz es la misión.
La Iglesia se tambalea,
en su afán de sostener el poder,
mientras el pueblo en su fe se envenena,
y el eco de Cantera puede crecer.
La fe no es para ser dividida,
no es campo de partidos, ni guerra,
es un puente entre almas,
una unión, no una tierra en guerra.
El daño es grande, profundo y real,
cuando la política infecta la fe,
y la Iglesia, antes universal,
se convierte en un campo de pie.
En vez de ser voz de reconciliación,
se convierte en muro, en combate,
y los fieles se pierden en la confusión,
en la lucha que la fe no combate.
Santiago se va, dejando su estela,
pero la Iglesia aún debe aprender,
que no se trata de seguir una bandera,
sino de mirar al alma, entender.
La fe no debe ser secuestrada,
ni usada para dividir,
es un acto puro, sin mancha,
un mensaje de amor, para vivir.
El sacerdote no debe ser político,
ni el altar un sitio de disputa,
que en su sermón resuene lo místico,
y no la batalla, ni la lucha.
Cantera, en su pasión y error,
olvidó que la Iglesia no es un campo de guerra,
y que la fe, en su verdadero fulgor,
es paz, no un arma que aterra.
Se va, Santiago Cantera,
pero deja en su marcha un eco de advertencia,
que la fe no debe ser bandera ni guerra,
sino un faro de luz, sin violencia.
Que la Iglesia debe sanar, no dividir,
y que en su seno, en su altar, debe existir
un espacio para todos, sin excepción,
sin política, solo amor y redención.
Se va Santiago Cantera,
pero la lección queda clara:
que la fe no es una bandera,
y la Iglesia, su casa sagrada,
debe ser refugio, luz y verdad,
y no el campo de una ideología pasada.