Cuando la noche pesa como siglos
y el eco del mundo se apaga en mi alma,
cuando el viento calla y la sombra crece,
y hasta mi nombre parece ajeno,
descubro, en la ausencia,
que nunca estuve solo.
La soledad es un velo tenue
tejido por manos temblorosas,
pero tras su frágil transparencia
hay una Presencia inquebrantable,
una mirada que nunca cierra,
un amor que nunca duerme.
Señor de la brisa y del alba,
del trueno y del rayo dorado,
Señor de mi llanto secreto
y de mis risas olvidadas,
Tú, que me esperas en cada sendero
y me llamas aún cuando huyo,
¿cómo no verte cuando todo calla
y solo Tu voz me nombra?
Oh Dios, Dios de los que vagan,
de los que buscan sin saberlo,
de los que lloran sin comprender,
de los que gritan sin respuesta,
en la grieta más oscura de mi alma
has sembrado un manantial eterno,
y en la herida más profunda
has escrito mi nombre con ternura.
Oh, dulce soledad que me libera,
oh, santo desierto que me purifica,
oh, Dios que todo basta,
que nada exige y todo llena.
He caminado entre muros de piedra,
entre manos que aprietan y voces que exigen,
he sido esclavo de mi propio miedo,
pero un día el silencio habló:
«No estás solo,
porque Yo Soy en ti.»
Y el viento susurró Su nombre,
y el mar reflejó Su rostro,
y la tierra entera
me abrazó en Su latido.
La libertad no es ausencia de cadenas,
es la dulce rendición al Infinito,
es soltar los miedos a Sus pies,
y ser llevado como hoja en el río
hacia la paz de Su voluntad.
No temo el frío ni la sombra,
no temo la ausencia de rostros,
porque me basta Su amor sin tiempo,
porque me sostiene Su ternura oculta.
Señor de mi soledad,
Amado de mi alma desnuda,
Libertador de mis cautivos pasos,
en Tu abrazo todo cesa,
en Tu mirada todo brilla,
en Tu voz, mi alma reposa.
Aquí estoy, sin peso y sin miedo,
como el ave que confía en el viento,
como el niño dormido en los brazos
de un Padre que todo basta.
Y si todo calla,
y si todo huye,
si las puertas se cierran,
si los días se apagan,
me quedará Tu ternura inmensa
y en ella,
seré eternamente libre.