En el ajetreo de los días que corren, en los que el ruido lo inunda todo y las palabras se desvanecen en la prisa, hay un día que nos invita al recogimiento, a mirar con gratitud y a recordar. Hoy celebramos a San José, el padre silencioso, el custodio fiel, el trabajador incansable. Y con él, honramos también a todos los padres, a aquellos que han hecho de su vida un testimonio de entrega, muchas veces en la sombra, sin esperar aplausos ni reconocimientos.
San José no pronunció discursos, no dejó grandes escritos ni buscó la fama. Su grandeza fue otra: la de sostener en sus brazos a su familia, la de proteger con su vida a quienes le fueron confiados. Su amor no se manifestó en grandes gestos heroicos, sino en la cotidiana fidelidad de quien sabe que el amor verdadero se mide en los detalles pequeños y en la perseverancia de cada día.
Hoy es un día para recordar a todos esos padres que, como José, han sido el pilar de un hogar. Padres que han trabajado largas jornadas, que han sacrificado sus propios sueños para abrir camino a los de sus hijos, que han estado presentes en cada caída, en cada miedo infantil, en cada incertidumbre de la adolescencia. Padres que han amado en silencio, sin esperar otra recompensa que la dicha de ver a sus hijos crecer y encontrar su camino.
Pero también, hoy es un día de nostalgia para muchos. Hay padres que pasan este día en soledad, con un teléfono que no suena, con un corazón que recuerda a aquellos hijos que un día llevaron de la mano y que hoy parecen haber olvidado el calor de ese abrazo paternal. Esos padres que esperan, que siguen amando en silencio, que miran con ternura una fotografía antigua o que siguen preparando la comida favorita de un hijo que ya no viene a casa.
Es un dolor que no se grita, pero que se siente en cada rincón de un hogar vacío. Padres que un día fueron el refugio, la fortaleza, la guía, y que ahora ven cómo el tiempo y la distancia han erosionado los lazos que creían irrompibles. Algunos miran la puerta con la esperanza de ver entrar a ese hijo que un día partió y nunca volvió. Otros, con la mirada perdida, recorren recuerdos, aferrándose a pequeñas señales de un amor que parecía eterno y que hoy parece haber desaparecido. Y hay quienes, resignados, han dejado de esperar, pero no de amar.
Esos padres, de cabello encanecido y pasos lentos, se sientan en un sillón desgastado por los años, con la mirada fija en la ventana, como si en cualquier momento fueran a ver la silueta de ese hijo que un día partió sin mirar atrás. Guardan en sus cajones cartas que nunca recibieron respuesta, mensajes que se quedaron sin leer. Sus días transcurren en una rutina de ausencias, en una casa donde el eco de antiguas risas resuena como un fantasma de lo que alguna vez fue un hogar lleno de vida.
Las noches son más crueles. En el silencio de la madrugada, en la penumbra de una habitación solitaria, un padre olvidado cierra los ojos y vuelve a aquellos días en los que una voz infantil lo llamaba con alegría, en los que unas manos pequeñas se aferraban a las suyas con confianza. ¿En qué momento todo cambió? ¿En qué instante el amor se volvió olvido? Preguntas sin respuesta que pesan más que los años, que duelen más que cualquier enfermedad.
No hay amor más desinteresado que el de un padre que sigue esperando, que sigue bendiciendo en la distancia, que sigue sosteniendo con su corazón aquello que sus manos ya no pueden abrazar. A esos padres olvidados, hoy les rendimos homenaje. A los que se han convertido en una sombra en la vida de quienes un día acunaron en sus brazos, les decimos que su amor no ha sido en vano. Porque el amor, cuando es auténtico, nunca se pierde; aunque el mundo parezca olvidarlo, permanece como una llama encendida en el alma.
Hay padres que, con la edad, han aprendido a convivir con el silencio, con la ausencia de esos hijos que un día fueron su mayor alegría. Sus manos tiemblan al marcar un número que no contesta, sus ojos se humedecen al escuchar una voz familiar en la distancia, sus corazones se encogen al recibir una visita fugaz, una conversación apresurada, una excusa más para postergar el reencuentro. Y sin embargo, siguen amando con la misma fuerza de siempre, porque el amor de un padre no entiende de olvidos ni de distancias.
En este Día de San José, hagamos un acto de justicia y gratitud. Recordemos a nuestros padres. Llamémoslos, visitémoslos, volvamos a decirles cuánto los amamos. Porque el tiempo es frágil, y no hay peor arrepentimiento que el de aquellas palabras que nunca dijimos, que el de aquellos abrazos que dejamos pendientes.
Que San José nos enseñe a valorar a quienes han sido para nosotros un refugio silencioso, un amor incondicional, una presencia que, aun en la sombra, ha iluminado nuestras vidas.